México y el eterno retorno a Ibargüengoitia

Hace 40 años, en 1983, murió el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, al estrellarse en Madrid el avión que debió llevarlo a Colombia para que asistiera a un congreso de literatura hispanoamericana. Recordé esos detalles concretos (la fecha y el destino) justo en el momento en que tomaba pista el vuelo que debía llevarme a la mismísima Bogotá para participar, entre otras actividades, en un homenaje al guanajuatense que se celebró en la Feria Internacional del Libro de aquella ciudad. No puedo negar que pasé unos momentos de paranoia (expresada en el gesto atávico de agarrarse a los brazos del asiento como un gato despavorido que no quiere ser echado a una cubeta de agua) hasta que alcanzamos la altura de crucero de diez mil pies y respiré.

En fin: el homenaje ocurrió un par de días después de mi aterrizaje, el sábado por la noche; el ensayista y librero Álvaro Castillo y un servidor charlamos en torno al afecto que tenemos por las obras de nuestro autor y pusimos sobre la mesa algunas anécdotas de su vida. Y yo, que debía regresar a casa al terminar ese acto, estaba unas horas después en otro avión, ahora en sentido contrario y ya sin preocupaciones, porque los vuelos de regreso no me asustan. Y me puse a cavilar sobre la falta que la mirada implacable, escéptica y burlona de Ibargüengoitia le hace al debate público de México.

No se trata solamente del humor negrísimo que forma una parte cardinal de la cosmovisión del autor de esas sátiras de la historia patria que son Los relámpagos de agosto o Los pasos de López. No se trata nada más de la infinita capacidad para la autoironía que podemos encontrar en La ley de Herodes (libro de relatos que nada tiene que ver, por cierto, con la famosa cinta del mismo nombre) y en las espléndidas colecciones que reúnen sus artículos periodísticos. Es que nadie ha sido capaz de entender tan bien los vericuetos de la idiosincrasia mexicana como él, ni de comprender tan atinadamente que las tragedias de nuestra política y vida pública no son épicas ni profundas, sino, antes que nada, abierta y profundamente ridículas.

Hay un caso particular que ilustra esa lucidez. A ver si les suena conocido. En Maten al león, Ibargüengoitia proyectó a una isla ficticia del Caribe la polarización del México de tiempos de Obregón y narró, con exactitud de cirujano, la pugna mortal entre un demagogo megalomaníaco e invencible en las urnas, y sus infaltables lacayos, en contra de unos lánguidos, ineptos e hipócritas señoritos de oposición. Allí no hay un complejo ajedrez ideológico en juego, ni un toma y daca de golpes maestros: hay solo un intercambio de machetazos vulgares. Los opositores odian al demagogo, pero no por corrupto (que lo es), sino porque sus modos zafios les parecen de un mal gusto intolerable. Y el demagogo desprecia a los señoritos, pero no por alzados y corruptos (que lo son), sino porque no lo aman ni entienden la necesidad de que permanezca en el poder para siempre…

Nietzsche postuló la circularidad de la historia. Jorge Ibargüengoitia aplicó ese “eterno retorno” al caso mexicano y encontró una verdad poco agradable: que nuestra vida pública (a través de la Independencia, la Reforma, la Revolución, el priismo, etcétera) suele desembocar en la escenificación de unos mismos dramas sangrientos, estúpidos y que mueven a la pena ajena. Ni siquiera hay que fantasear qué estaría escribiendo hoy si ese maldito accidente no se lo hubiera llevado (y si hubiera tenido genes de hierro, porque andaría ya por los 95 años). Maten al león es un mejor retrato del México actual que cualquier otro que tengamos a mano.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Enlace a la fuente