Fue anteayer. Esperaba mi turno en la panadería, donde se había formado una larga cola de clientes que aprovechaban el sábado por la mañana para comprar el pan y la prensa. La fila avanzaba lentamente. Yo leía en el móvil una nota en la que se glosaba la figura de Mikel Balenziaga, quien dos días antes había anunciado que, tras 15 años de rojiblanco, no seguirá en el Athletic Club a final de temporada. En esa nota se recogían las palabras de Ernesto Valverde destacando el sentido de pertenencia al grupo de Balenziaga, “su empuje, nivel de concentración, fortaleza mental y empatía con el resto del equipo”. Justo en el momento en que leía esto, la persona que estaba delante de mí en la fila, un hombre mayor, pidió 11 barras de pan. Quizá no fueron 11, sino 10 o 12 Quizá fui yo quien quise oír 11. El caso es que fueron muchas, tantas que la panadera le extendió un saco de papel marrón y grueso donde fue metiendo las barras una a una.
Sucedió entonces que el sonido del roce entre los panes, el calor del local y olor a levadura y harina me transportaron a la infancia, a hace casi 40 años, oh, joder, ¡40 años!, cuando veraneábamos en La Rioja, en una casa a las afueras de Haro, la casa de amama, la casa de mis abuelos, en la que había semanas en las que coincidíamos allí 30 familiares o más.
Aquellos días amama nos encargaba a mi primo Unai y a mí ir a por pan al pueblo y nos decía eso: traed 11 barras. Quizá no eran 11, sino 10 o 15, pero ahora me digo 11. Íbamos en bicicleta, los dos en la misma, uno sentado en el sillín y el otro pedaleando de pie y los olores y los sonidos que nos recibían en la panadería eran los mismos que los que me golpearon anteayer y me recordaron que en aquellos veranos Unai y yo hablábamos y hablábamos, y soñamos muchas cosas juntos. Algunas las conseguimos, como formar nuestro propio equipo de fútbol. Lo llamamos Lagun Bi, dos amigos en euskera, que era el nombre de nuestra casa de verano, un bifamiliar construido por mi abuelo y un compadre, que un día también soñaron juntos, ellos con tener su propio retiro en La Rioja.
La plantilla de aquel equipo la formábamos los primos, porque como el Athletic, también teníamos una filosofía y solo podía jugar en el Lagun Bi quien compartiera apellido con nosotros. Éramos los Olabarri y éramos cinco: Unai y yo, más los pequeños Javier, David e Iker, los enanos, que entonces tendrían ocho años, cuatro menos que nosotros. A aitite la idea le hizo tanta gracia que nos equipó como es debido. Nos compró unas camisetas naranjas, preciosas, de tejido sintético y brillante, en aquel tiempo en el que incluso las de muchos equipos casi profesionales eran aún de mate y triste algodón. También nos regaló una zamarra de portero y un balón. Y ahí nos fuimos los cinco, con el esférico bajo el brazo a buscar rivales, nosotros los Olabarri, orgullosos y uniformados, dispuestos a defender el apellido familiar hasta que nos dolieran los huesos.
Disputamos muchos partidos, un montón ese verano y el siguiente, y en todos y cada uno de ellos sentí algo que me ha acompañado siempre: que aquella camiseta, ese apellido, era algo por lo que merecía la pena dejarse la piel. Éramos una familia, un nosotros definido, un grupo de personas que se apoyan y se quieren.
La voz de la tendera me hizo regresar al presente. No tengo todo el día, dijo. Yo pedí perdón y también una barra, solo una, y al hacerlo me sentí de pronto muy triste y pensé en escribir este texto para EL PAÍS, este texto sin moraleja, más allá de cuánto queremos a los nuestros cuando ese nosotros compartido es fuerte y definido y todos y cada uno lo defendemos con orgullo y entrega, como hacíamos los primos Olabarri de niños con nuestro Lagun Bi, como ha hecho en cada minuto de cada partido el bueno de Balenziaga en el Athletic Club, su familia.
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