Joseph Ratzinger pasará a la historia como el Papa que renunció al pontificado. Y esto será así, en buena medida, porque no fue capaz de pasar a la historia con la misión que él mismo se había encomendado cuando en 2005, ante los cardenales de todo el mundo llegados a Roma para enterrar a Juan Pablo II y elegir a su sucesor, exclamó: “¡Tanta suciedad en nuestra Iglesia!”. El cardenal Ratzinger era, en ese momento, una figura intelectual de primer nivel, con una formación apabullante en teología, y la persona que con más autoridad podía sostener una acusación y un lamento tan grave, puesto que desde 1981 había sido el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dedicada a vigilar la pureza de la religión católica y la rectitud de sus obras, y donde impuso con beligerancia sus criterios hondamente conservadores frente a la teología de la liberación, hasta expulsar de la Iglesia a Leonardo Boff, o contra los movimientos laicos de signo progresista. Se da por sentado que aquel llamamiento a hacer limpieza en la Iglesia, empezando por el Vaticano, influyó de forma decisiva en su elección como Papa, y ya bajo el nombre de Benedicto XVI promovió algunos gestos que hicieron albergar cierta esperanza. El más sonado, sin duda, tuvo lugar en febrero de 2012, cuando, bajo su patrocinio, la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma organizó un simposio para que los jerarcas de la Iglesia católica miraran cara a cara a las víctimas de pederastia.
El Vaticano parecía dispuesto a acabar con “el silencio cómplice” y con aquella consigna de Juan Pablo II para que los trapos sucios se lavasen en casa. Por primera vez, los superiores de una treintena de órdenes religiosas y los representantes de 110 conferencias episcopales escucharon la voz de las víctimas contando las atrocidades sufridas. Lo que sucedió después ya se sabe: nada, prácticamente. Los príncipes de la Iglesia siguieron desoyendo de forma sistemática las denuncias de abusos que se llegaban a sus diócesis, les quitaban importancia, las atribuían a intereses ocultos o al sensacionalismo de la prensa, y cuando no quedaba más remedio, como en el caso de Estados Unidos, las tapaban bajo montañas de dinero. Ratzinger, teólogo de prestigio y hombre de gran cultura —hablaba con fluidez seis idiomas, leía griego antiguo y hebreo, tocaba el piano— se fue dando cuenta de que el poder del Papa no era suficiente para enderezar a la jerarquía eclesiástica, y tampoco para limpiar otro de los grandes focos de inmundicia: el banco del Vaticano.
Sus primeros intentos por investigar las finanzas de la Iglesia fueron neutralizados enseguida, y las guerras de poder —que ya se habían iniciado durante la larga agonía de Juan Pablo II— terminaron por salir a la luz tras el robo, por parte de su propio ayuda de cámara, de su correspondencia privada. El que se dio en llamar caso Vatileaks demostró, en expresión de L’Osservatore Romano, que Ratzinger se había convertido en “un pastor rodeado por lobos”. Más que de la enfermedad o la vejez, Benedicto XVI fue víctima (tardía) del propio Vaticano. En su haber, además del intento por poner coto a los abusos, está el de no haberse convertido tras su renuncia en un incordio para su sucesor, el papa Francisco, a pesar de que —sobre todo al principio— no faltaron quienes desde la propia Iglesia intentaron enfrentarlos. En la hora de su muerte, y tras casi 10 años de retiro silencioso, siguen estando vigentes, a modo de epitafio, las palabras que pronunció en la plaza de San Pedro al hacerse efectiva su renuncia: “Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido”.