Hubo un tiempo en el que a mi tío Ricardo se le podría haber considerado un avance tecnológico de primer orden pues, principalmente los días de partido, mi abuelo lo convencía de quedarse de pie junto al televisor para sostener la antena con la mano: así se evitaban en casa los inoportunos cortes de señal mientras te garantizabas mayor nitidez en la imagen.
Más tarde llegaría un taburete de madera hecho a medida y regalado como un favor, otro salto cualitativo remarcable, pues el pobre diablo podía sentarse durante el tiempo que durase la emisión a cambio de no soltar aquellos cuernos por nada del mundo, tampoco cuando Míchel estrelló su histórico derechazo en el larguero frente a Brasil. “¡Botó dentro, desde aquí se vio clarísimo!”, gritó indignado con el cuerpo ladeado y un brazo estirado sobre la espalda, casi como una libélula, notablemente beneficiado por aquella nueva disposición que combinaba ángulos desconocidos y mínimas comodidades.
Mucho han cambiado las cosas desde entonces, tanto que las grandes ofertas de nuevos televisores asociadas a la llegada del Mundial han sido sustituidas por anuncios de plataformas digitales en las que uno puede disfrutar del fútbol donde le dé la gana: basta con un teléfono móvil y algún tipo de conexión a internet. Por el camino, también el juego se ha ido contaminando con todo tipo de moderneces y cachivaches.
Primero fueron las botas, recalibradas en la promesa de enderezar cualquier disparo torcido, y luego llegaría el turno de las camisetas, ligeras, desacomplejadas y absorbentes: era cuestión de tiempo que los propios balones se convirtiesen en objetos de broma discurridos para hacer la vida imposible a los porteros. Sin embargo, ninguna de estas novedades resultó tan definitiva para la desnaturalización del fútbol como la posibilidad de rearbitrar los partidos, algo en lo que el presente Mundial de Qatar —por suerte o por desgracia— se está llevando la palma a la espera del siguiente.
Todos recordamos el error flagrante del fuera de juego semiautomático en el primer trance del partido inaugural, con medio mundo mirando salvo los cataríes, que ya empezaban a abandonar el estadio. Y cómo sus grafismos de nueva generación son capaces de diseccionar a los futbolistas casi al milímetro, contraviniendo el espíritu fundamental de la norma y convirtiéndolos en algo parecido a una pata de jamón.
Imaginen la gravedad del asunto cuando al propio Cristiano Ronaldo, casi un cíborg en sí mismo, le viene de arrebatar un gol —autoproclamado, claro— el chip adosado al balón: Skynet chivándose de Terminator, vivir para ver. Así las cosas, no es de extrañar que el único feliz con tanto avance tecnológico sea mi tío, por fin liberado de jugarse la vida cada cuatro años a cambio de aprobación.
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