Salir derrotado de unas Finales de la NBA puede dejar cicatriz. Incluso de forma paradójica obligar al vencido a sufrir las fases de duelo, pese a que el vacío que causa esa derrota se nutre más por la expectativa previa de alcanzarlo que por el hecho de haber perdido algo ya conquistado. Esa derrota a las puertas del cielo genera, en el fondo, una particular y profunda sensación de pérdida.
Sin embargo, para Jayson Tatum las cinco etapas de ese duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) parecieron ser breves, quizás convencido de que lo crucial estaba justo después. Revelaba su entorno, al inicio de la nueva temporada, que algo en él había cambiado durante el pasado verano. Y no solo a nivel físico, aspecto en el que él mismo había confesado que, tras un período de competición prolongadamente agitado, se sentía mejor preparado que nunca.
Su grado de concentración y compromiso con el detalle parecían diferentes. Y ahí residía la clave para un jugador que, arrancando la nueva campaña bajo el seísmo generado en los Celtics con la repentina salida de Ime Udoka del banquillo, asumía que para conseguir el ansiado título su liderazgo debía dar un paso adelante. Dentro y fuera del rectángulo.
A Tatum, de 24 años, la exigencia mediática le llegó muy pronto. En buena medida porque él así lo provocó: con apenas 20 años, en el que era su estreno en la fase final, regaló actuaciones para el recuerdo despreciando jerarquías con el mismísimo LeBron James, comandante entonces de unos Cavaliers que alcanzaron cuatro Finales NBA consecutivas (todas ellas ante los Warriors).
Su crecimiento ha estado, por tanto, sometido al más riguroso juicio prácticamente desde su aterrizaje en el universo profesional. Es esa, la que produce el calor del foco permanente, la condena indirecta que padece toda estrella. No obstante, a pesar de que su progresión ha sido sólida y su rendimiento reciente (elegido en el ‘Mejor Quinteto NBA’ durante la fase regular y posteriormente galardonado como MVP de las Finales de la Conferencia Este) le ha consolidado en el primer escalón de la élite, lo visto en apenas un mes del nuevo curso tiene un aroma distinto. Tatum es otro jugador. Y uno mucho mejor.
Frustrado por su pobre cuidado del balón durante los últimos Playoffs (se convirtió en el primer jugador que acumula un centenar de pérdidas en las eliminatorias), invirtió una ingente cantidad de horas estivales en estudiar a otros aleros de gran uso ofensivo que le sirvieran de técnicas para ser más cuidadoso sin perder efectividad. El ejemplo de Kevin Durant, especialmente cuando encara al aro, le hizo sumar algunas a su zurrón.
Ni siquiera quedó ahí. Una llamada a Drew Hanlen, uno de los preparadores personales de técnica individual más reputados del mundo, buscaba ahondar en el detalle. En su ‘floater’, el tiro por elevación a dos o tres metros del aro que salva defensores limitando el contacto físico en la zona (recurso que, por ejemplo, en su día convirtió en arte Juan Carlos Navarro), Tatum descubrió una carencia. Con Hanlen al lado, y a través de interminables sesiones de mecanización, ha tratado de convertirla en fortaleza.
El resultado, lo visto estos días, es un Tatum simplemente superior. Uno cada vez más inteligente en el cómo y más puntual en el cuándo. Su cifra de tiros libres (casi 9 por partido, un incremento cercano al 40% con respecto a la campaña anterior) revela su mayor agresividad una vez ataca la zona desde el bote.
Y su fabulosa gama técnica es proyectada, además, siguiendo las leyes de la vanguardia del juego: minimizar los lanzamientos menos efectivos (entre cinco y siete metros) en favor de incrementar aquellos más productivos (los triples). Así, el alero de los Celtics toca mínimos de carrera en los primeros (por debajo del 8% de sus lanzamientos totales de campo) y máximos en los segundos (por encima del 45% del total). Conjuga, al final, lo efectista con lo efectivo.
Sumando su progreso en la creación de oportunidades para sus compañeros, con cada vez más lúcida toma de decisiones, y su innegociable despliegue defensivo, que le hace un jugador de enorme impacto en ambos lados de la pista, la versión actual de Tatum toca cima y le lanza –con los Celtics encabezando la NBA- hacia la carrera por el MVP de la temporada, galardón que no recae en un jugador de los Celtics desde que Larry Bird lo recibiese –por tercera vez consecutiva- en 1986.
Se trata, en el fondo, del penúltimo paso de un perfil que no deja de darlos. De la nueva frontera alcanzada por un hombre que parece haber hecho de la digestión de una derrota el mejor de sus avales para adueñarse de la gloria. En ello está.
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