Si pensamos en hambre, quizá la imagen que se nos venga a la cabeza se parezca a lo que veo estos días en Somalia. Sequía, ganado muerto y cazuelas vacías. Un país al borde de la hambruna. Escribo desde una aldea de la región de Burao, en Somalilandia, donde cada día sus habitantes, como todo el país, mira al cielo esperando una lluvia que nunca llega. Cada persona con la que hablamos nos cuenta lo mismo: “Llevamos así cinco temporadas consecutivas. Nada, ni una gota de agua”.
La situación se repite en este país, que ya vivió situaciones críticas en 1992, 2011 y 2017. Sin embargo, los conflictos internos, la inseguridad, la mayor sequía en los últimos 40 años, las crisis macroeconómicas derivadas de la pandemia y los problemas para importar grano de Ucrania han llevado a la población a una situación insostenible.
En un largo trayecto por carreteras y caminos hasta llegar aquí, hemos podido ver muchos animales muertos, principalmente camellos a los que sus dueños no han podido alimentar. Tal como me explica Sadia Allin, directora de Plan International en Somalia, “para un ganadero somalí, perder un camello es más que un drama, es perder el alma”, y más de la mitad de la población del país ha perdido las tres cuartas partes de su ganado.
Pero hay algo invisible en esta crisis. En pocas ocasiones pensamos en la sequía y el hambre y entendemos que son las niñas y adolescentes las primeras en sufrir su impacto. En 2021, 126,3 millones de mujeres sufrían inseguridad alimentaria en todo el mundo. Los datos no llegan a explicar esta realidad
El hambre tiene rostro de niña y de mujer
Las causas y consecuencias de la inseguridad alimentaria están estrechamente vinculadas a una desigualdad de género estructural, como destaca el nuevo informe de Plan International, “Más allá del hambre, impactos de género de la crisis alimentaria”. Para elaborarlo, hemos encuestado a 7.158 personas en Kenia, Somalia, Etiopía, Sudán del Sur, Malí, Níger, Burkina Faso y Haití, los países con una situación más crítica, y hemos podido recoger testimonios que nos cuentan que el hambre va mucho más allá de la falta de alimentos, especialmente para las niñas y adolescentes.
En este viaje he podido ver cómo el género, la edad o la discapacidad determinan las estrategias de supervivencia adoptadas por las familias, que, ante una situación desesperada, tienen que tomar decisiones que aumentan el riesgo de violencia de género, matrimonio infantil, mutilación genital femenina, explotación sexual y abandono escolar.
Las normas de género son condenas para niñas y adolescentes en una situación de crisis. La que te obliga a abandonar el colegio porque tu educación siempre importó menos. La que sentencia tu matrimonio siendo todavía una niña. La que te exige encargarte de las tareas de recogida de agua, leña o alimentos, entre 15 y 25 km diarios, de noche, caminando sola o junto a otras, por sentirte más segura, y expuestas a todo tipo de agresiones.
Las normas de género son condenas para niñas y adolescentes en una situación de crisis
En los ocho países analizados queda patente que las normas sociales discriminatorias hacen también que las niñas y las mujeres suelan comer menos, después de los niños y los hombres del mismo hogar, y en muchas ocasiones alimentos menos nutritivos, lo que tiene profundas consecuencias para su salud y desarrollo, creando un círculo vicioso de inseguridad alimentaria intergeneracional que provoca 2,4 millones de muertes neonatales cada año.
En Etiopía, los casos de matrimonio infantil han crecido un 51% en el último año y cada vez más mujeres jóvenes son cabeza de familia, lo que aumenta sus responsabilidades en el hogar, aunque no a nivel comunitario. En estos países, la mayoría de las mujeres tiene vetado el acceso a los recursos económicos, la propiedad del suelo y la toma de decisiones financieras. De hecho, solo el 15% de las propietarias de las tierras son mujeres, pese a constituir el 43% de la fuerza de trabajo agrícola.
Por otro lado, hemos comprobado que la matriculación y la asistencia a la escuela —especialmente en niñas y adolescentes— disminuyen a medida que aumenta la inseguridad alimentaria. La pérdida de la escuela como espacio de protección supone un mayor reto para la seguridad de niños y niñas. Para incentivar que las familias sigan llevándolos al colegio, en lugares como Etiopía, Kenia o Sudán del Sur, hemos puesto en marcha un programa de comedores escolares, de forma que aseguremos que estos niños y niñas van a recibir, al menos, una comida diaria.
Solo el 15% de las propietarias de tierras son mujeres, pese a constituir el 43% de la fuerza de trabajo agrícola
El hambre tiene solución, pero debe ser una solución que tenga en cuenta las posibles víctimas invisibles de esta crisis. No podemos mirar a otro lado: nuestro informe evidencia y pone sobre la mesa las necesidades específicas de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes más afectadas por la inseguridad alimentaria.
Hacemos un llamamiento para que gobiernos y donantes inviertan urgentemente 22.200 millones de dólares (20.440 millones de euros) para evitar el riesgo de hambruna de 50 millones de personas. Es la financiación necesaria también para abordar esta crisis en toda su dimensión, que nos permita desarrollar programas para la protección infantil, contra la violencia por razón de género, para el apoyo psicosocial, la salud y los derechos sexuales y reproductivos y para intervenciones en educación, incluyendo comedores escolares.
Las organizaciones humanitarias, que llevamos meses alertando de las dimensiones de esta crisis sin precedentes, insistimos a la comunidad internacional la necesidad de acción inmediata. Es el momento de actuar, antes de que sea demasiado tarde, y de hacerlo teniendo en cuenta los impactos más allá del hambre.
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