Gustavo Dudamel ha inaugurado este viernes su relación con la Filarmónica de Nueva York, en el primer concierto que dirige desde que se anunciara su nombramiento como director musical y artístico de la orquesta, en febrero. Aunque el músico venezolano no se incorporará hasta 2026, y el de esta noche no era en absoluto su debut en Nueva York, el aperitivo ha dado buena muestra de lo que aguarda a los músicos y al público en esa futura etapa: una comunión absoluta.
Con una Novena Sinfonía de Gustav Mahler conmovedora, Dudamel arrancó una ovación de más de cuatro minutos, pero también algunas lágrimas en su íntima interpretación del último movimiento, el conmovedor Adagio. Tan especial fue la versión de la Filarmónica que al sonar la última nota, el patio de butacas quedó en absoluto silencio mientras Dudamel, en un recogimiento de segundos que pareció durar una eternidad, metabolizaba la emoción que desprende ese testamento musical y vital del músico vienés. La Novena es su última sinfonía completa, una de las tres últimas grandes obras que compuso y el Adagio, una despedida del mundo.
La elección de la pieza para su presentación oficial en Nueva York tampoco era gratuita: Gustav Mahler fue también director musical de la orquesta, ya con la salud quebrada, entre 1909 y 1911. Como el propio Dudamel recordó en febrero en su presentación oficial como responsable de la Filarmónica, dirigir una orquesta al frente de la que estuvieron compositores como Mahler, Toscanini o Bernstein, entre otros muchos, es un sueño hecho realidad; “estar en un sitio tan emblemático con un pasado tan impresionante”.
El de este viernes es el primero de una tanda de tres a lo largo del fin de semana, con idéntico programa, para los que se vendieron todas las entradas hace semanas. La expectación era máxima, como la ovación que despidió a orquesta y director, pese a que la Novena no es una pieza fácil. Ni la Novena ni ninguna otra, como advirtió el propio Mahler: “Una sinfonía debe ser como el mundo. Debe contenerlo todo”. En el momento en que el Adagio de la Novena se desvanece en el más profundo silencio, también en la quietud de Dudamel, parece contener incluso más que eso.
El director venezolano, que a menudo bromea con el hecho de no ser ya una joven promesa -tiene 42 años-, mostró una madurez sorprendente ante la composición de Mahler, con un exigente primer movimiento, el tremendo desafío sonoro del tercero y ese adagio -opacado en fama por el adaggieto de la Quinta Sinfonía gracias a la película Muerte en Venecia, pero muchísimo más hondo- que dejó a Dudamel transido y al público, en silencio y sin amago de arrancarse a aplaudir (un gesto muy sorprendente dada la expresividad del público neoyorquino, que en las óperas aplaude cada aria). La Novena Sinfonía mostró a un Dudamel maduro, enérgico y elegante, delicado, ya no tan exuberante como antaño, como si la hondura centroeuropea de Mahler, y su remoto legado al frente de la Filarmónica, se hubieran posado sobre sus hombros, ungiéndolo con el halo del genio. Luego, al saludar, volvió a aparecer el Dudamel expansivo y caribeño, con la misma sonrisa del niño de Barquisimeto que soñaba con dirigir algún día una orquesta.
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