Convivir con uno de nosotros no es nada agradable. Nuestra familia nos quiere, creía conocernos, aunque ahora lo duda; nuestras parejas proyectan en nosotros lo que creen que deberíamos ser, lo que pensaron que éramos cuando se enamoraron; y nuestros hijos parecen no darse cuenta de lo que nos pasa, pero nunca traen a sus amigos a casa.
“Cuando estaba embarazada de mí, mi madre paró de consumir, pero cuando dejó de darme la teta, volvió”, María era una niña cuando su madre entró en desintoxicación. Dice no recordar demasiado lo que vivió, sin embargo María Jesús, su madre, lo recuerda muy bien: “Llega un momento en que no eres tú en tus actos, perdí la paciencia con mi hija, lo único que quería es que se fuera a dormir… acabas pegando cuatro gritos cuando entras en abstinencia”.
María Jesús ya no vive la culpa como la vivió al inicio de su recuperación, hoy es terapeuta y ha acompañado a varios cientos de adictos en su proceso. No siempre fue así, hace veinte años lo único que quería era largarse del centro: “Cuando mi madre decía que quería irse del centro de desintoxicación, mi abuela le amenazaba con quitarle mi custodia”, cuenta su hija María.
Según datos del 2020, en España, ingresaron en tratamiento 38.544 personas por consumo de drogas ilegales y 20.017 por alcohol. Si adjudicamos tres familiares a cada paciente, tenemos a casi 200.000 personas sufriendo por la salud mental de un ser querido. Y, como digo, su sufrimiento no es moco de pavo. Aguantan lo que no está escrito con la esperanza de que volvamos a ser los que éramos. “Te agarras al recuerdo de cómo era, porque no reconoces a la persona que tienes al lado”, Marta estuvo casada con uno de nosotros. “Fuimos a un médico de cabecera y nos dijo que podía ser depresión, pero a mí me parecía una depresión un tanto extraña porque tenía episodios explosivos violentos”.
Ella era psicóloga, pero, como Eli, tampoco lo vio venir: “Su problema con las drogas estaba delante de mí, y yo no pude o no quise ver”, Eli me explica qué significa vivir con una persona con adicción y cómo, poco a poco, se desarrolla lo que llamamos codependencia.
Aunque algunos estudios parecen sugerir que existe una asociación entre la codependencia y una activación menor a la habitual en la corteza prefrontal, este rasgo todavía no está descrito como trastorno en ningún manual. Sin embargo, muchas de las personas que han convivido con alguien con una adicción presentan unas características comunes: son cuidadoras, están hiper vigilantes, sienten que nunca hacen lo suficiente, intentan controlar, se sienten culpables cuando no logran ayudar a la persona que quieren, experimentan frustración constante, tapan las conductas del otro para que no se le juzgue, etc.
“Para mí la codependencia es vivir la vida a través de los demás, ir a la deriva, no tener ese control que creemos tener, intentar que todo el mundo esté satisfecho”, Marta define su comportamiento de esta manera, y Paqui lo explica con palabras muy parecidas: “Te pones el mundo por montera, sientes la responsabilidad de sacar la casa adelante, sacar a tu pareja adelante, nadie puede notar que estás mal porque ni tú lo notas. Estás tan centrada en hacer que vaya a trabajar y evitar que su familia lo note, que no te da tiempo para nada más”. El compañero de Paqui está recuperado y ella hoy se dedica a generar espacios seguros para otros que han pasado por situaciones similares.
Todas ellas hablan del miedo que sentían, pero coinciden en algo que sorprende: el miedo era, sobre todo, al qué dirán. “Tuve mucho miedo, me daba miedo lo que pensasen de mí. Me daba pánico que los demás me juzgasen”. ¿Qué clase de sociedad estamos construyendo cuando el miedo a los demás se convierte en un factor de riesgo a la hora de buscar ayuda?
María, la hija de María Jesús, dice que esto es “como si a alguien con cáncer le preguntas ¿por qué tienes cáncer? Pues porque le ha tocado y punto”. Aunque por esa sencilla afirmación, te caen infinitos improperios en las redes sociales —¡tú te lo has buscado!, ¡no haber empezado a consumir!, ¡los que os drogáis deberíais pagar más impuestos!, ¡hacéis mucho gasto de la sanidad!— sería un ejercicio interesante de humildad que mientras leen, pararan aquí un momento, cerraran los ojos y trataran de recordar el momento en el que empezaron a beber. ¿Lo tienen? ¿Pueden recordar si alguno de sus amigos era incapaz de parar? ¿Por qué creen que él no podía y ustedes sí? ¿Era un vicioso?
“Mi padre y mi madre consumían juntos, pero mi padre lo dejó cuando lo decidió y mi madre no pudo parar sin ayuda”, María sigue dando en la diana mientras hablamos. No es cuestión de querer sino de poder. Y, cuando la adicción ya está instalada, generalmente para poder se necesita ayuda. “Me dijeron que tenía que cerrarle las puertas, hacer el ‘amor duro’. Lo pasamos muy mal pero su padre, su hermana y yo estábamos a una”, la que habla ahora es Esther, la madre de un chico con dependencia a un videojuego.
La verdad que yo de ‘amor duro’ sé un rato: “O haces tratamiento o te quedas en la calle, ya no tienes dinero en el banco”. Esta voz es de mi madre, así sonó hace quince años cuando me dejó en desintoxicación después de una recaída. Hay mucha controversia en torno a si el ‘amor duro’ es efectivo o no, pero lo cierto es que en muchos de los casos que conozco, incluido el mío, fue el punto de partida. No hay vuelta de hoja: la mayoría de los adictos nos morimos de miedo ante la idea de quedarnos en la calle. La droga, cuando ya no puedes prescindir de ella, no te hace valiente sino profundamente estúpido y miserable.
Paqui, por ejemplo, siempre le preguntaba a su compañero sobre lo que le pasaba, si tenían una casa, trabajo y una familia sana ¿por qué parecía estar deprimido? Él le contestaba que no era feliz y Paqui, como no podía ser de otra manera, terminaba pensando que era ella la que no estaba a la altura. Siempre la culpa, la culpa del adicto y la culpa del que nos acompaña. Las relaciones se vuelven perversas, hay mucho amor, pero también demasiado miedo y resentimiento. Dicen que una persona que establece una relación con un adicto, es porque ella tampoco está bien y yo creo que esto tiene sentido: ¿cómo son capaces de enamorarse de nosotros? Nuestra motivación siempre es el consumo.
La mayoría de las veces las familias se alejan. No solo del adicto, los propios miembros se distancian entre sí. Algunos optan por justificar nuestro comportamiento y de esa forma evitan enfrentar el problema, otros son cuestionados por poner las cartas sobre la mesa, también existen aquellos que enfrentan el problema y buscan estrategias para comunicarse con nosotros, como hizo Esther: “Mi hijo era como un miura, era imposible hablar con él, así que empecé a comunicarme por WhatsApp, aunque vivía en casa”.
No hay recetas ni atajos para abordar la vida con un adicto que está consumiendo, pero sí hay lugares y personas a las que recurrir para que nos ayuden. Ese es el primer paso, me decían. Superar el tabú, hablar de ello y pedir ayuda. Y parece que la evidencia está de nuestro lado.
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