Ha vuelto a suceder. Ha caído otro Qué pasó con. Ha vuelto a aparecer un artículo sobre un actor que trabaja de teleoperador. Un nominado al Goya por Actor Revelación trabaja de teleoperador, o de camarero, o de dependiente en Ikea. Estos artículos no ocultan un desprecio por los trabajos no cualificados a los que recurre cualquier español cuando las cosas vienen mal dadas (sobre todo desde los 2000, cuando nos convertimos, en esencia, en un país de teleoperadores). Ese trabajo que muy habitualmente consiste en marcar un número y coger aire tratando de vender una engañifa lo más rápido posible mientras, cual alimoche, un capataz con malas pulgas revisa la exactitud milimétrica de las llamadas. Ese trabajo deshumanizador que al único que debería avergonzar es al que pide ese servicio para su empresa.
Hasta el año pasado había ocho nominados, ahora han subido a diez, a mejor interpretación revelación, entre hombres y mujeres. Cada año salen una docena de intérpretes que son los más demandados hasta que viene la siguiente hornada. Revisen, antes de juzgar, lo que cobra un actor por sesión (los baremos son públicos en la web de la Unión de Actores) y díganme si creen que alguien puede sobrevivir haciendo uno o dos papeles al año. Explíquenme cuál es el problema de ganarse el pan en lo que sea, honradamente, cuando además tienes una vocación para la que has demostrado que vales. El audiovisual se parece más a Danzad, danzad, malditos que a Babylon, y hasta el mejor actor que se les ocurra ha trabajado en más de una ocasión atendiendo llamadas. ¿Por qué hay quien aún lo usa como motivo de escarnio cuando la televisión está infestada de parásitos que viven de hablar —mal— de su familia?
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