Insistentes motoristas y personas a pie se acercan a los taxis un kilómetro antes de que los turistas hayan llegado a los embarcaderos de Xochimilco, un precioso entramado de canales en el sur de Ciudad de México donde dar un paseo por el agua en las coloridas trajineras. Los guías les ofrecen por la ventanilla del vehículo esos viajes, unos tratan de captarlos para un negocio y otros para otro, pero el turista mira desconcertado porque no sabe a qué atenerse, no sabe si el precio que les pregonan es el justo, no sabe ni cuántos embarcaderos hay ni a cuál debe ir. No sabe. El pasado sábado, este enclave turístico, que recibe entre 700.000 y 900.000 visitas al año, se vio envuelto de nuevo en la polémica tras desatarse una desagradable pelea en una de las barcazas. Los jóvenes que navegaban acabaron a golpes con el remero y todo el mundo pudo grabarlo. La poca información que trasciende habla de que el desacuerdo llegó por los precios acordados y defraudados y que el abuso del alcohol puso el resto. A partir de la noticia, el foco se situó de nuevo en este singular paraje, una pequeña Venecia a la mexicana que hace las delicias de propios y forasteros cuando no se desata la violencia.
Un clavado por las redes sociales y plataformas de internet da para entretenerse. Sillas volando en una batalla campal entre policías y trajineros, peleas con los clientes. En 2019 el alcohol fue el protagonista: tuvieron que sacar a un muchacho de 20 años que se ahogó en el canal cuando trataba de saltar de una barca a otra, van muy juntas a ras de agua, como plataformas de madera. No era el primero, pero entonces se habló de regular el consumo de alcohol y de imponer chalecos salvavidas, dos cosas incompatibles con el negocio que allí se desarrolla, centrado en la fiesta, por más que intentan potenciar otras rutas de índole ecológica. En Xochimilco es común celebrar cumpleaños y cualquier otro festejo bien regado con alcohol, que puede llevar por su cuenta el usuario o comprarlo en las canoas que se acercan a las trajineras con toda clase de mercancías.
Aquellas medidas restrictivas al calor de lo sucedido no llegaron a implementarse, no hacen falta datos, solo darse una vuelta por la zona cualquier día, está a la vista de todos. El alcohol sigue circulando, no hay un solo chaleco salvavidas, y las peleas son recurrentes. Esta reportera presenció un domingo cómo un mariachi vestido de blanco golpeaba a otro hombre, ya sin playera y arrugado en el suelo de la barca. El puño subía y bajaba sin descanso, la manga del traje del músico manchada de sangre y todas las trajineras paradas observando el desagradable espectáculo, algunos jaleaban la paliza, decenas la grababan. Todo indicaba que se iba a presenciar una muerte en directo. Aquello no saltó a los medios de comunicación. Quién sabe cómo acabó ese domingo de enero de 2021.
“Dice usted, esto ocurre cada ocho días”, calcula uno de los guías oficiales del canal, que antes fue remero por 20 años y que no quiere ser identificado porque la última pelea, la del sábado pasado, ha traído al debate violencias más oscuras aún. En los medios de comunicación se preguntan quién está detrás de esos negocios, a qué intereses sirven las decenas de guías que no llevan gafete oficial, es decir, que trabajan de forma pirata captando turistas. Por qué pueden cobrar a los visitantes más despistados hasta 3.000 pesos por una paseo de hora y media, cuando la tarifa oficial es de 600 la hora, con independencia de cuántos monten en la barca. De nuevo, la sombra del crimen organizado, o las mafias, como las llaman allí, planea sobre una actividad que antaño fue rentable para muchas familias y hoy no tanto.
El alcalde de Xochimilco, José Carlos Acosta, que amablemente responde por teléfono a EL PAÍS, se enfada cuándo le preguntan por esto y por las peleas: “¿Dónde están las estadísticas? No hay denuncias, eso no es más que una especulación. ¿Dónde están las evidencias? Un periódico serio como el suyo no puede hacer esas aseveraciones”.
En realidad, no es el periódico quien las hace, sino los que trabajan en la zona. El remero consultado, por ejemplo, al que se llamará en este reportaje Juan Sebastián, dice sentirse intimidado por los guías piratas, que en ocasiones le han amenazado con desacredirarlo robando a sus clientes cuando acaben el viaje y emprendan el regreso, porque entendían que esos clientes no le pertenecían. “Le dije que iba a denunciar al Ministerio Público, y entonces ya dejó la amenaza, pero antes me había dicho que reportaría todo al Abuelo”. El Abuelo es uno de esos nombres oscuros, alguno de los que manejan el timón del negocio acuático al sur de la ciudad. Pero también se menciona a los Rodolfos, una mafia organizada en esa zona, que de tanto en tanto llega a las noticias por crímenes locales.
El alcalde reconoce algún extremo: “No descarto que tengamos drogas, que haya puntos de venta y narcomenudeo”. Emplaza a denunciar ante el Ministerio Público y asegura que están poniendo todos los mecanismos de seguridad al alcance de la gente para evitar cualquier conflicto. “Lo que ha ocurrido es desafortunado y le vamos a poner remedio”. Explica que el alcohol es el principal factor desencadenante de las trifulcas, pero sabe que una regulación “puede ir en detrimento de muchos sectores”. “Hemos de ser conscientes. La gente no viene con ganas de pelear, pero al calor del alcohol, pero es un porcentaje muy bajo. Cada quien es responsable, los visitantes son mayores de edad, pero si los excesos persisten hay que regular e implementar acciones más contundentes”, señala Acosta.
El último altercado, según las informaciones oficiales, se ha saldado con el castigo a la barca donde se dio la pelea, que no podrá salir en un mes al agua. “La canoa saldrá en dos días. No se puede tapar el sol con un dedo”, vaticina con seguridad Juan Sebastián. Son demasiadas las trajineras para mantener los controles, explica. Calcula que hay unas 2.000 en la decena de embarcaderos. Este periódico, como se le requirió, solicitó esos datos por escrito el pasado martes, pero la alcaldía finalmente no los ha ofrecido. En días festivos, los canales son un hormiguero de trajineras a las que les cuesta trabajo abrirse paso, los cánticos de los mariachis inundan la zona, las canoas del pulque, la cerveza, las comidas típicas, joyas, artesanías, un pintoresco mercado sobre el agua para celebrar y alegrar la vista.
“Yo creo que el alcohol es parte de los alimentos, hay que tomar, pero no tanto”, sugiere Juan Sebastián, consciente de que una prohibición total pude dar al traste con un negocio turístico que alimenta a cientos de familias. La suya, seis hermanos y una madre trabajadora que compensaba el alcoholismo zángano del padre, se crio en esos canales, que tiempo atrás llegaban hasta el centro de la ciudad, hoy a una hora más o menos en coche, si el tráfico no se pone pesado. “Yo tenía ocho años. Primero tratábamos de aprender a nadar, después, sin cobrar, íbamos trabajando para aprender el oficio”. Hoy lleva un gafete oficial de guía y dice que donde antes hacías seis clientes a la semana, en la actualidad apenas es uno o dos, demasiados piratas para repartirse el pastel. Piensa que “si el Gobierno regulara esto, Xochimilco tendría otra imagen”.
Pero la zona luce a veces con cierta sordidez. Pocos se darían un paseo por la noche. A veces la trajinera la maneja un remero joven con signos claros de drogadicción y las peleas no son necesariamente con los turistas. “Entre ellos también las hay, que si este cliente es mío, que si tuyo, se dicen algo que no les gusta… Yo en cuanto acabo de trabajar, a eso de las dos de la tarde, me voy directo a mi casa, y por la mañana me entero de lo que pasó. Esto está muy feo, muy feo, horrible, el crimen está disparado en todo México, aquí también”, asegura. ¿Pistolas también? “Pues sí”, responde.
El mercado de las trajineras se lo reparten entre varios propietarios, unos 250, calcula el guía remero, a falta de los datos que no proporcionó la alcaldía. Entre ellos se reúnen y acuerdan los precios, que luego fluctúan en función de cómo esté el mercado cada día. Turismo controla las unidades que pueden navegar y les otorga una placa. Cada propietario, prosigue Juan Sebastián, puede tener unas 10 o 20 barcas, las que se van haciendo viejas las sustituyen por otras, y a veces pueden venderlas a otros. Muchos de esos propietarios nutren su negocio al margen de la legalidad establecida, sostiene el remero, “pero los hay honestos, que no quieren saber nada de los piratas, tienen su aplicación en internet para contratar los viajes, pero son pocos, y cuando el negocio se va para otro lado, a veces se ven obligados a irse donde no querían estar”. O sea, lo que ocurre en cientos de negocios en todo México cuando las mafias meten sus garras en ellos.
Xochimilco empieza a tener vías de agua difíciles de taponar, que se agrandan cuando asuntos turbios o peleas a plena luz del día ponen de manifiesto que algo huele mal en esos canales, pero que se aplacan a la espera de que salte el siguiente escándalo. “Todo eso espanta a los clientes, cuando se ahogó aquel muchacho bajaron mucho los boletos”, lamenta Juan Sebastián.
La zona acuática de la capital mexicana es un paraíso turístico y natural con gran potencial, donde los paseos en barca se daban desde principios de siglo XX, cuenta el alcalde Acosta. Hoy, la alcaldía trata también de promocionar la cara ecológica del lugar, que es amplia y generosa. “Es un lugar lleno de magia donde hablar con sus gentes y disfrutar de las costumbres y tradiciones, del trato social”. En efecto, es todo eso. Pero no solo.
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