Luiz Inácio Lula da Silva inicia este domingo 1 de enero su tercer mandato, el más decisivo de su carrera política. Sabe que su imagen en la historia dependerá de lo que haga o no haga durante los próximos cuatro años. Los retos que enfrentará a partir del lunes son enormes. El presidente saliente, Jair Bolsonaro, deja tierra arrasada en cuestiones tan importantes como la convivencia política, la calidad democrática, la relaciones internacionales o la lucha contra el cambio climático. La mayor democracia de América Latina carga, además, con el lastre de una economía que no crece lo suficiente y suma cada vez más pobres. Más de 30 millones de personas pasan hambre en Brasil y dependen de la ayuda del Estado para vivir.
La lucha contra el hambre
Bajar la pobreza estará en el tope de la agenda del nuevo presidente. Lula terminó su segundo mandato con 20 millones de pobres menos, una gesta que explica en buena medida la devoción que recibe en el norte del país, donde el Partido de los Trabajadores concentró la mayor parte de la ayuda social. No le será fácil repetir. La economía brasileña ya no recibe el viento de cola del boom de las materias primas de principios de siglo y el dinero no sobra. Lula ha pedido al Congreso que lo autorice a subir el techo de gasto para engordar las partidas de asistencia. En la noche de su triunfo sobre Bolsonaro, el 30 de octubre, dijo que no aceptaría “como normal, que millones de hombres, mujeres y niños en este país no tengan qué comer, o que consuman menos calorías y proteínas de las necesarias”.
La economía, en crisis
Una economía en El resultado de la batalla contra el hambre está atado al éxito de la gestión económica. Lula puso al mando a Fernando Haddad, el hombre que en 2018 aceptó reemplazarlo como candidato presidencial cuando fue preso. Brasil padece las mismas restricciones económicas que la mayoría de los países: altas tasas de interés, inflación en alza y un presupuesto cada vez más ajustado. A Haddad le espera en el corto plazo el diseño de un nuevo marco fiscal y la necesidad de una reforma tributaria que ayude a redistribuir la renta en uno de los países más desiguales del continente.
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Polarización política
El mar del fondo de todos estos desafíos es una polarización política sin precedentes en Brasil. En la víspera de la asunción de Lula, cientos de bolsonaristas acampaban aún frente a la sede del Ejército en Brasilia, exigiendo una intervención militar. Bolsonaro rompió la tradición de entregar la banda presidencial a su sucesor y el viernes voló hacia Orlando, Estados Unidos, en un avión oficial y comitiva de presidente, para estar lo más lejos posible de los actos previstos en la capital.
Los brasileños están hoy más armados y son más duros en cuestiones como el aborto o la igualdad de género. Lula deberá recomponer ese tejido social herido. Y es consciente de ello. En el discurso de la noche triunfal pidió ayuda para “vivir democráticamente, en armonía y restaurar la paz entre las familias”. “La gente ya no quiere pelear. Es hora de deponer las armas, que nunca debieron empuñarse. Las armas matan y elegimos la vida”, dijo.
Un Congreso sin mayoría
La versión política de la polarización social la encontrará en el Congreso, donde el Partido de los Trabajadores y sus aliados no tienen mayoría. Lula ganó por un puñado de votos y gobernará con un bolsonarismo fortalecido. La tradición dice que en el Parlamento de Brasil los votos tienen un precio, pero ante una oposición que ha prometido ser muy dura, los acuerdos dependerán de las famosas artes negociadoras de Lula.
El presidente tendrá además que recomponer la sintonía con otro de los poderes del Estado, el Judicial, tras años de colisión con Bolsonaro. “Es necesario retomar el diálogo con el Poder Legislativo y Judicial. Sin intentos de exorbitar, intervenir, controlar, cooptar, pero buscando reconstruir la convivencia armoniosa y republicana entre los tres poderes”, dijo Lula en octubre.
De regreso al mundo
Si se habla de reconstrucción, Lula tendrá un reto mayúsculo en el frente externo. El Gobierno de Bolsonaro deja por el suelo las relaciones con todos los países sudamericanos y hasta con China, el principal socio comercial de Brasil. La buena sintonía que Itamaraty mantenía con Estados Unidos estalló por los aires tras la derrota de Donald Trump. Bolsonaro demoró todo lo que pudo la felicitación de rigor a Joe Biden, el ganador, luego de defender —y más tarde importar— la tesis trumpista del fraude electoral.
El giro de Lula fue inmediato, incluso antes de asumir. El venezolano Nicolás Maduro, que tenía prohibida la entrada en el Brasil de Bolsonaro, fue invitado a participar de los actos de investidura este domingo. El nuevo canciller, Mauro Vieira, exembajador en Argentina, Estados Unidos y la ONU, adelantó que no habrá en Itamaraty listas negras de países y prometió jerarquizar la relación con Washington.
La Amazonía en peligro
El objetivo final es recolocar a Brasil en el escenario internacional tras un largo periodo de creciente aislamiento. Lula jugará la carta del diálogo, como hizo en sus anteriores Gobiernos. Tendrá además que resolver la agenda medioambiental, cuya calidad es cada vez más relevante en la diplomacia.
Bolsonaro fue un negacionista del cambio climático y torpedeó todo lo que pudo las políticas oficiales de preservación del Amazonas. Lula quiso dar vuelta la página y nombró como ministra de Ambiente a Marina Silva, una ecologista reconocida que ya ocupó ese cargo entre 2003 y 2008, cuando lo dejó enojada por la deriva del Gobierno. Con Silva en el Gabinete, una parte del primer Lula está de regreso.
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