Tras una semana y un largo hilo de mensajes de WhatsApp, Raquel B. (nombre ficticio) coordinó a sus amigos de la carrera para quedar un sábado. Harían un pícnic en un parque. Un plan que se impuso tras negociar con los alérgicos al polen y cancelar dos comidas en sitios cerrados, en uno porque no aceptaban mascotas, en otro porque no servían comida sin gluten. Desde que se consiguieron alinear todas las agendas hasta el día del encuentro transcurrirían tres semanas. Antes había sido imposible. Raquel, agotada, acababa preguntándose una vez más por qué asumía la ingrata tarea de llamar al orden a sus amigos conminándoles a quedar al menos dos veces al año. Pero Raquel aún no lo había visto todo: 24 horas antes mandó un mensaje para confirmar el plan. Entonces se hizo un silencio enorme que una hora después ya era un estruendo:.
—Holaa? —insistió.
Tampoco tuvo éxito. Asumió que el pícnic estaba cancelado y que, probablemente, nadie se lo iba a decir: “Me hicieron un ghosting simultáneo”, cuenta con humor. No está enfadada, pero ha abandonado toda esperanza.
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Tenemos el tiempo atrapado en calendarios digitales, agendas y aplicaciones. Confirmamos planes que se acaban solapando entre sí porque no consideramos los minutos de cortesía, los retrasos y los imprevistos, mucho menos nuestra energía y reservas mentales. En general, somos muy optimistas con nuestro tiempo, siempre nos parece que llegaremos a todo. Entramos en un bucle de horror vacui para aprovechar el día, la semana, el finde y, al final, agobiados, acabamos cancelando todo lo cancelable. Spoiler: a menudo son los planes gratis y las quedadas con gente de confianza.
Habitamos en la dinámica de agendar y cancelar. Algunos expertos creen que interactuar con apps y calendarios digitales nos hace ser más laxos con nuestros compromisos. También que visualizar nuestro tiempo en bloque, con sus horas y minutos ocupados, estresa. Dan Ariely, escritor y profesor de Psicología y Economía del Comportamiento de la Universidad de Duke, sostiene por correo electrónico que la gente acepta más planes de los que realmente puede hacer porque es “increíblemente fácil” representarlos en un calendario y produce satisfacción tener una agenda de ministro, una vida ocupada, sentirse demandado.
En 1979 no existía el calendario de Google, pero ya teníamos una relación tensa con el tiempo. Ese año, el economista, psicólogo y premio Nobel Daniel Kahneman acuñó el término planning fallacy (la falacia de la agenda), que describía el sesgo optimista con que se estimaba el tiempo necesario para completar una tarea. Para Kahneman, el origen del sesgo estaba en ignorar el tiempo consumido en el pasado en una tarea similar. Esa referencia, clave para hacer un cálculo ajustado, se solía soslayar con optimismo y buenos deseos.
La gestión del tiempo no solo ha generado una industria de apps, calendarios, agendas digitales y analógicas para intentar corregir a impuntuales y a optimistas, sino que, además, en torno a la ilusión de aprender a sacarle partido existe un lucrativo subgénero literario, y cientos de podcasts, del que la escritora Laura Vanderkam, autora de best sellers como 168 Hours: You Have More Time Than You Think (168 horas: tienes más tiempo del que piensas), es una digna exponente. Escribe: “Lo que hagas con tu vida irá en función de cómo emplees las 8.760 horas que tiene un año o las casi 700.000 que suele durar la vida de un ser humano”. Seguramente el lector se habrá quedado ahora mucho más tranquilo.
¿Conviene dividir esas horas que nos han sido concedidas en ocio y trabajo? ¿Conviene mezclarlas? ¿Conviene usar herramientas corporativas para planificar la vida personal o acabaremos estresados, cancelando todo a última hora?
Un estudio de 2016 de la Universidad de Washington y la de Ohio intentó responder a estas preguntas. A grandes rasgos, su conclusión fue que las actividades de ocio se disfrutaban más cuando no estaban “agendadas”. Para los autores, “no agendar” no significaba improvisar, sino proponer a la otra persona quedar después del trabajo a tomar algo sin fijar una hora concreta. “Por trivial que parezca ese cambio, reintroduce la flexibilidad en las actividades de ocio”, dice por correo electrónico Selin A. Malkoc, coautor del estudio.
Después de revisar 13 investigaciones, los autores encontraron “suficiente evidencia” de que programar las actividades de ocio convierte la vida personal en un trabajo porque “introduce la variable del esfuerzo en un contexto lúdico”. Esto lo estropea todo y arrasa con los beneficios del descanso porque, dicen los científicos, genera “resistencia reactiva” y reduce “la libertad personal percibida”. ¿Esos sentimientos podrían explicar el ghosting colectivo a Raquel B.?
Pero el ejército de expertos y coaches que venden su capacidad para gestionar el tiempo y las agendas ajenas insiste en que hay que cronometrarlo todo, hasta el sexo. Por cierto, es una recomendación que suelen hacer algunos terapeutas porque, dicen, lo que no está agendado no existe.
Vanderkam describe en su libro lo que pasa con las horas en una sociedad dominada por la guerra de la atención. “Si no tratas el tiempo con intención, lo pierdes, se te escurren esas cuatro horas de tiempo libre que tenías la tarde del viernes. En un mundo lleno de distracciones no se elegirá automáticamente la actividad más sana o relajante, sino la que tengas a mano. De esta manera, cuatro horas de tiempo libre desaparecerán repentinamente como una paloma entre las manos de un mago”. Esas horas pueden volar buscando una película en una plataforma o haciendo scroolling en sitios que ni siquiera interesan demasiado.
Vanderkam tampoco cree que haya que organizar el tiempo libre en un calendario militar. “Hay una enorme distancia entre no planificar nada y cronometrar hasta los últimos 10 minutos libres de la agenda, pero se pueden escribir dos o tres cosas que nos gustaría hacer el fin de semana”, explica vía e-mail.
En el ensayo Cronometrados (Taurus, 2017), Simon Garfield encuentra una utilidad inesperada a los calendarios: “Puede ser que el verdadero valor de estos mosaicos temporales sea, más que el anhelo de aprovechar todos y cada uno de los minutos, mostrar al usuario que sus vidas no son exactamente como ellos piensan”. Las mujeres trabajadoras son las que habitualmente cambian “la película que se contaban a sí mismas”. Suelen creer que no pasan suficiente tiempo con sus hijos, pero tras estudiar su horario comprueban que les dedican todos y cada uno de sus minutos libres. Entonces dejan de sentirse culpables y, por ejemplo, empiezan a ir tres veces por semana al gimnasio, cuenta en su libro.
Otro hallazgo sobre nuestro celo con el tiempo libre lo firman los investigadores de la Universidad de Washington. Su descubrimiento parece obvio, pero un científico lo dice con más autoridad: “Si se planifica un encuentro y no funciona, tal vez uno (o ambos) no querían ir desde el principio”, dice Malkoc en su trabajo. El profesor Ariely de la Universidad de Duke propone un ejercicio para liberar espacio en la agenda: “Imagine cómo se sentiría si un evento concreto se cancelase…, si se siente aliviado es que no quiere ir”. No hay que dar más vueltas.
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