Una de las grandes diferencias entre el asalto al Capitolio, hace dos años en Washington, y el del domingo en la plaza de los Tres Poderes en Brasilia es que en Estados Unidos el factor sorpresa fue crucial para que la invasión trumpista tuviera éxito. Los policías que custodiaban el edificio no daban crédito —algunos perdieron la vida para evitarlo—, y los millones de espectadores que lo vieron por televisión desde todos los rincones del planeta, tampoco. Estaban todos atónitos. En cambio, en Brasil, la amenaza era evidente y tangible desde hace muchos meses. La sorpresa aquí no fue la invasión, que era una amenaza pública del bolsonarismo desde antes incluso de las elecciones, sino que los extremistas llegaran hasta las puertas del Congreso, de la Presidencia y del Tribunal Supremo escoltados nada menos que por la Policía Militar, la encargada de mantener la seguridad pública.
Una vez allí, subieron las rampas diseñadas por el arquitecto Óscar Niemeyer para simbolizar el vínculo de la sociedad con las instituciones. Comenzaba el ataque más grave a la democracia brasileña desde que en 1985 se cerró el oscuro capítulo de la dictadura. El asalto se produjo cuando algunos ministros ni siquiera han asumido el cargo y una semana después de que Luiz Inácio Lula da Silva jurara el cargo como presidente ante una multitud extasiada.
Para entender la actitud de los uniformados y de los políticos de los que reciben órdenes conviene tener en cuenta varios hechos: uno, el gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, fue aliado de primera hora del expresidente Jair Bolsonaro; dos, su secretario de seguridad pública, Anderson Torres, era un comisario de policía que fue ministro de Justicia en el anterior Gobierno; tres, las policías militares son un gran caladero electoral del líder ultraderechista desde hace años. En Brasil conviven infinidad de fuerzas de seguridad entre las estatales y las federales. La revista Piauí calculaba hace un par de años que los policías y los militares, junto a sus familias, rondan casi el 9% de la población.
Incluso el servicio secreto (ABIN, por sus siglas en portugués), que tenía infiltrados en las protestas bolsonaristas, alertó la víspera sobre el riesgo de ataques a edificios públicos, pero el despliegue fue inútil ante una masa enfervorecida que pedía una intervención militar para cortar el paso a Lula.
En los incontables análisis publicados sobre las posibilidades de que Brasil sufriera un golpe de Estado o algún tipo de ruptura institucional, era frecuente leer que la tropa más proclive a acompañar al entonces presidente en una hipotética aventura golpista serían los policías militares, que dependen de los gobernadores y suelen estar más ideologizados, y no los soldados de las Fuerzas Armadas.
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Aunque la permanencia de los campamentos golpistas a las puertas de los cuarteles desde hace dos meses era uno de los quebraderos de cabeza del nuevo Gobierno de Lula, el secretario de Seguridad del DF estaba de vacaciones en el extranjero. ¿Dónde? En Florida, el mismo Estado elegido por Bolsonaro para descansar tras abandonar Brasil dos días antes de la llegada solemne de Lula al poder.
De manera que la seguridad de la capital de Brasil estaba en manos de su números dos cuando los bolsonaristas que llevaban dos meses acampados ante la sede principal del Ejército, a nueve kilómetros en línea recta de la plaza de los Tres Poderes, decidieron emprender una marcha hacia los despachos del presidente, los jueces y los diputados que tanto detestan y quisieran ver fuera de escena.
El Tribunal Supremo ha apartado del cargo al gobernador durante 90 días y, junto a su subalterno, ha sido acusado en durísimos términos: “Absolutamente nada justifica la omisión y connivencia del secretario de Seguridad Pública [Anderson Torres, el de las vacaciones en Florida] y del gobernador del Distrito Federal [Rocha] con delincuentes que previamente anunciaron que cometerían actos violentos contra los poderes constituidos”, dice el magistrado Alexandre de Moraes en sus argumentos para la destitución temporal.
Cuando el domingo los manifestantes ya habían emprendido la invasión y se supo que Torres estaba en Florida, el todavía gobernador lo destituyó. Y después grabó un vídeo pidiendo disculpas a Lula. De poco le ha servido si pretendía salvarse.
El nuevo ministro de Justicia de Lula, Flavio Dino, un antiguo juez y gobernador, ya avisó el sábado al gobernador Rocha de que llegaba una nueva tanda de bolsonaristas para reforzar la protesta. Este se comprometió a hacer seguimiento de los movimientos de los radicales y mantener la seguridad. Por eso, el ministro Dino se quedó de una pieza cuando el domingo vio que la policía no les ponía ningún impedimento para acercarse hasta las entrañas del poder político brasileño.
Los exaltados se saltaron las barreras policiales en un abrir y cerrar de ojos.
Algunos de ellos habían llegado en autobús, otros a pie, por las monumentales avenidas de esta capital levantada en medio de una planicie en el interior del país para disuadir las protestas del pueblo y evitar ataques como este.
El domingo, poco después de mediodía, es decir, un par de horas antes de que estallara el pandemonio, el secretario de seguridad en funciones envío un audio aparentemente tranquilizador al gobernador para contarle cómo iba la manifestación de bolsonaristas y decirle que había ya 150 autobuses en el DF: “Tuvimos una negociación para que desciendan de manera pacífica (…). El clima es muy tranquilo (…), una movilización totalmente pacífica. Hasta ahora. Nuestra inteligencia está supervisando y no hay ninguna cuestión de agresividad”, le dijo el comisario Fernando Oliveira, según la transcripción publicada por Folha de S. Paulo. Ese “hasta ahora” hace sospechar que él mismo no estaba convencido de que mantendrían esa actitud.
El problema es que una vez ante las dos Cámaras del Congreso, los manifestantes empezaron a ascender por las rampas al tejado del edificio. Y luego entraron a las bravas, rompiendo vidrios —símbolo de ejercicio transparente del poder— y destrozando el maravilloso mobiliario modernista. Llegaron a usar mangueras para inundar algunas estancias del Senado. Comenzaba un ataque protagonizado por miles de personas vestidas con camisetas de la selección brasileña y envueltas en la enseña nacional —símbolos patrimonializados por el bolsonarismo— que siguió después en el palacio presidencial de Planalto y culminó en la sede del Tribunal Supremo, la institución que junto al Partido de los Trabajadores de Lula concentró la ira de los radicales de extrema derecha durante el mandato anterior.
Los destrozos en las sedes diseñadas por Niemeyer son importantes. Junto a los daños a unos edificios modernistas que son un patrimonio protegido con mimo por las autoridades brasileñas desde hace seis décadas, los invasores se ensañaron con algunas obras de arte, con el despacho de la primera dama, Rosangela da Silva, conocida como Janja, la oficina del director de comunicación del Gobierno y los despachos parlamentarios del partido de Lula y de la sigla en la que militó casi toda su vida el vicepresidente.
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