– No quería morir y que todo quede inconcluso. Por primera vez me estaba yendo bien en algo.
Dylan León Masa acaba de llegar en un taxi y en un rato se da cuenta de que perdió la billetera. Llovió toda la noche en Buenos Aires y esta mañana, que le toca corretear con la prensa, fotos, reuniones y la preparación de una gira, encima se ha quedado sin sus documentos. No le preocupa tanto. “Tengo todo ahí y viajo la semana que viene… pero ya va a aparecer”, dice sentado en una de las salas de una vieja casona del centro de la ciudad que su grupo de amigos convirtió en una productora. Después vuelve a a contar del verdadero miedo, el de Dillom: “En un momento, en medio de la cuarentena, me había empezado a ir bien y me agarró un pánico de que no quería morir ahora y que esto quede inconcluso. Morir en el olvido hubiera sido lo más triste. Mi primera idea fue hacer un disco póstumo en vida”.
Dillom nació el 5 de diciembre de 2000 y dicen qu murió el 30 de noviembre de 2021. El falso aviso fúnebre que lo despidió en los periódicos ese día anunciaba el fin de la obsesión que lo martillaba desde hace dos años, pero en realidad fue un comienzo: Post Mortem, ese disco póstumo, salió al día siguiente. Para entonces ya tenía una veintena de canciones publicadas, incluida una sesión con Bizarrap en el estudio más importante de la música en español, pero faltaba algo. Para alguien que sabía que quería ser músico desde que agarró un bajo a los nueve años, que trabajó armando eventos de rap desde adolescente, faltaba una obra. En la era de las canciones escupidas semanalmente en Spotify, del éxito contado en visitas de Youtube, su apuesta fue un álbum conceptual.
Post Mortem tuvo su gran bautizo en el Lollapalooza de marzo pasado, cuando la ausencia inesperada de C. Tangana le regaló un horario estelar frente a 30.000 personas. La presentación oficial fue a finales de abril, y agotó cuatro teatros en Buenos Aires en menos de cinco minutos. El pasado 12 de octubre, volvió a pasar: las entradas para su debut en el estadio Luna Park se vendieron en 10 minutos. Su apuesta por narrar un mundo concreto, donde el éxito inesperado y las tragedias de su infancia conviven con referencias a caricaturas de los primeros 2000, lecturas adolescentes de Herman Hesse, películas de Stanley Kubrick y al asesino serial del momento aupado por Netflix, con la adicción a las pastillas, el azote del dólar en Argentina, y el dinero que llega rápido y se quema fácil, golpeó con la fuerza de una segunda ola. El Quinto Escalón, esas batallas de rap que convirtieron a Buenos Aires en una capital de la música urbana, acaba de cumplir una década. Dillom nunca fue parte de esa escena, fue contracultura de artistas como Duki, Paulo Londra o Nicki Nicole, que se lanzaron al mundo desde esa plaza y hoy encabezan todas las tablas.
Él no es trapero.- “Creo que el género es irrelevante, es una cagada porque te encasilla y de repente no encajás del todo. Igual lo entiendo, el ser humano en sí tiende a ponerle nombre a todo para que sea más fácil la comunicación”, dice ahora, mientras prepara su primera gira fuera, cinco ciudades de España en apenas una semana. “Para mí el estilo de una canción es más una consecuencia de lo que quiero hacer en el momento. Nunca digo que voy a hacer rap, house, punk. Depende también de la narrativa, del elemento teatral: la historia que quiero contar”.
La historia la cantó entera, y se la sabe casi cualquier argentino que no haya cumplido aún los 30 años y tenga acceso a internet: Dylan León era un adolescente y estaba por tocar en su primer concierto cuando la policía allanó su casa y su madre fue arrestada por problemas de drogas y “mala junta”. Su padre, que había vuelto a formar familia abrazando el judaísmo, no respondió a los primeros llamados de la policía para que lo fuera a buscar: era sábado de descanso, de shabat. El chico de 15 años que todavía no era Dillom, pero que componía bases musicales para otro grupo y organizaba pequeños conciertos donde aprovechaba para cantar sus primeras composiciones, terminó viviendo en la nueva casa de su padre hasta que ninguno aguantó. Y, cuando le abrieron la puerta, ya no volvió.
“Quizá es medio cliché, pero hubo mucha gente que en su momento no confió en mí, que creyó que no podría llegar a nada, que iba por mal camino. Pero, aunque muchas veces estuve perdido, siempre supe lo que iba a hacer”, dice Dillom, que cuando se quedó en la calle fue acogido por la familia de un amigo, con la que vive hasta hoy. “No soy una persona rencorosa. Soy muy de perdonar y arreglarme, pero hay algo lindo en estar en la posición de que salió todo bien. A mí no hay nada que me guste más, no hay nada más reconfortante que poder tener venganza, tener una revancha”.
En su música sobrevuela siempre el rapero bribón, que duerme mal, gasta en dólares y descubre sin límites el poder y el sexo. El Demian de Herman Hesse, ese adolescente que experimenta con la posibilidad del mal, se desata especialmente en la canción homónima al disco, con la que abre todos su conciertos paseando por un cementerio: “Mis amigos están muertos sin querer los maté / no sabía que era tu novia, sin querer la empapé”. Y termina con un Dillom más frágil en el confesionario: “Yo no hablo de mi vida, esa mierda es muy triste / y ahora que tengo plata, son más graciosos mis chistes”.
Andrés Calamaro lo llama el gran rockstar de Buenos Aires. Para Fito Páez, su puesta en escena es “inapelable”. Otra vieja gloria del rock nacional, el cantante de Turf, Joaquín Levinton, lo citó de memoria en Máster Chef: ”For free no te doy ni un abrazo”. Dillom construye con el hip-hop de base, pero la banda que lo acompaña en vivo lo sigue en los caminos del trash, del punk, un poco de la nueva cumbia y del pop más comercial. Ese eclecticismo que lo llevó de cantar para 10 personas en sótanos de las viejas peatonales de Buenos Aires al mayor teatro de la avenida Corrientes lo define bien Ale Sergi, cantante de otra gloria argentina de este siglo, Miranda: “Es un artista inclasificable. Un poco punk, otro poco rapero y un alma sensible, pero curtida”, dijo en una entrevista hace unos meses.
“Por gran parte de mi vida no los escuché. En mi casa sonaba el rock nacional, pero yo no veía su valor”, confiesa Dillom, que ve sus influencias en el rap de los noventa y en Marshall Mathers, otro adolescente rubito que se rebautizó y conquistó el mundo cantando sus desgracias con el nombre de Eminem, en los Ramones y los Red Hot Chili Peppers. “Ahora puedo entender la grandeza de esas figuras y es un honor”, dice sobre el cariño que recibe de los padres de la industria nacional, pero no los deja en el pedestal: “Ese aval es pesado y a mí me sirve muchísimo porque su público es muy crítico de mi generación, pero creo que tenemos un intercambio mutuo. También hay mucha gente que me escucha a mí, que no crecieron con ellos, y ahora se interesa en su música. No necesitan mi validación, obvio, pero es una forma de mostrarles respeto”.
El fin de semana antes de esta entrevista, Dillom debía actuar en Paraguay y el festival se canceló por las tormentas. Un grupo de chicos lo esperó en las puertas de su hotel. Cuando llegó, lo subieron a un macetero y, aunque ofreció cantar una canción, fueron ellos quienes se la corearon a sus pies. Dillom creó su propia escena y tiene un a productora que cuida cada una de las ideas que terminan en videos y un grupo de artistas, su Rip Gang, con el que colabora y que tiene han creado su propio sello, Bohemian Grooves. Pero el gran éxito lo alcanzó su costado pop. Sus canciones más escuchadas son las que se pueden cantar a los gritos: el ritmo casi disco de Sauce, la balada a piano de 220, el hit reggaetonero de La Primera, que acompañó de un video autobiográfico para abrir Post Mortem: “No te quiero ver, no quiero volver / Tu cara me saca las ganas de comer / Nena, el infierno yo lo vi en vida / No necesito tu bienvenida”.
“Me encantan esos momentos. Creo que conecto mucho y la gente me tiene cariño. Tenemos muchísimo público, estoy malacostumbrado”, dice. “Estas son cosas universales que le pueden pasar a mucha gente. Y va de la mano con que hay muchísima gente triste, más en nuestra generación. Todos deprimidos, je”.
Hay que cantar para una generación acostumbrada a vivir todo a través de su teléfono, que se acerca a un artista en la calle con la cámara por delante. “La fama deshumaniza un poco, salgo a la calle y me tapo para que no me estén filmando”, dice Dillom. “Yo lo entiendo eh. No soy un hippie que dice que no saquen fotos, que aprovechemos el momento de estar juntos. Pero si hay algo que me rompe las bolas es cuando me acerco a la gente y están todos con el celular para filmar un video. Yo no quiero tu celular, quiero darte la mano”.
El 12 de octubre, cuando finalmente cantó para ese Luna Park que llenó en 10 minutos, los teléfonos bajaron en mitad del show. Dillom, en mitad de una pasarela, se subió a un barco inflable y la gente lo llevó de vuelta al escenario en brazos. “No me gusta estar siempre en el medio, creo que la exposición es lo más difícil del éxito”, dice, pero admite: “Igual por parte sí. Si te dijera que no me gusta ser el centro de atención no haría música”.
Argentina ya está a sus pies. La gira Post Mortem ha terminado en el país con miles de chicos que pintaron camisetas blancas con rojo sangre para congregarse a verlo saltar de su tumba. Dillom es consciente de que es un privilegio poder vivir de lo que le gusta en un país que aniquila los sueldos al ritmo de la inflación y el Fondo Monetario Internacional. “Yo ni en pedo me voy a vivir a otro lado. No podría vivir en otro país. Acá me entiendo, con el humor, con la gente. Contar un chiste y que alguien te entienda para mí es de lo más valioso que hay”, dice en la entrevista, pero ya lo había cantado antes en Side: “No se preocupen, yo le pago al fondo buitre / Voy a morir en Argentina, como Hitler”.
– ¿Cómo se sigue después de sobrevivir a un disco póstumo?
– Pierde peso. Este fin de semana volví a escuchar el disco por primera vez desde que salió. Me cambió la voz, le descubro cosas buenas, noto errores. Fue un proceso largo y quedé vacío. Soy muy ritual, metódico. Necesito tiempo para sentarme a escribir, pero no tengo problema en que no se me ocurra nada en este momento. También se me ocurren mil cosas y no se cuál elegir.
Cuando termina la entrevista, su mánager se acerca agitando la billetera en el aire. El taxista volvió y la dejó en la puerta con todo dentro. “Me había reconocido, charlamos un montón y nos hicimos una foto. Esto también te lo da la fama, eh”, dice Dillom con una sonrisa, y después pregunta: “¿Dejó un número? Me gustaría mandarle un mensaje”.
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