Esas últimas palabras retumbarían como un trueno: los aplausos ensordecedores, la gente de pie, la mirada inspirada de quienes lo habían escuchado enmarcarían el momento cumbre de su discurso. Habría logrado, gracias a su valentía, su astucia política y capacidad de oratoria, usar al fútbol como un vehículo para la unión de las personas, culturas y países. Algo así como el discurso I Have A Dream de Martin Luther King, pero con el futbol de por medio.
Seguramente, esa era la reacción que esperaba el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, al releer el discurso que habría de pronunciar horas más tarde, antes del arranque de la Copa del Mundo de Qatar.
“Hoy siento emociones muy fuertes. Hoy me siento catarí, hoy me siento árabe, hoy me siento africano, hoy me siento gay, hoy me siento discapacitado, hoy me siento como un trabajador inmigrante”, fueron las palabras que pronunció el mandamás del organismo que ha decidido continuar sin miramientos con la organización de una Copa del Mundo que se ha visto reducida a la creación artificial de prácticamente todo, menos la empatía y la conexión con los tiempos que corren. Solamente una persona que no ha tenido la sensibilidad de genuinamente acercarse a quienes han transitado con tanto dolor una vida de exclusiones, persecuciones y disciminicación puede, con tanta calma, hablar así desde el privilegio que le confiere una de las posiciones más poderosas en el planeta. Infantino quiso incluso utilizar este mundial como un momento para proponer un alto al fuego entre Rusia y Ucrania. Sorprende que pueda resultar tan lejana la memoria de una Copa del Mundo que logró su cometido hace cuatro años: que se hablara de Rusia en términos que favorecieran su imagen internacional e hicieran olvidar al público las atrocidades que ahí se cometían y se cometen. Hace falta ser muy miope, estar muy aislado, o sentir que lo mordió la araña con el superpoder de ser el líder que el mundo esperaba para hablar con tanta desfachatez.
Sin embargo, Infantino puede no ser más que una representación fiel de lo que la industria del fútbol y el deporte espectáculo —en esta y otras disciplinas— son y cómo se autoperciben: un hombre blanco, cisgénero, heterosexual y anglosajón que puede decirle al mundo cómo obrar y pensar, capaz de mover cualquier brújula moral con una sonrisa en el rostro y un cheque en la mano. No es únicamente Infantino quien personifica esta posición, lo son también los patrocinadores, los medios y sus periodistas deportivos (hubiera sido muy positivo ver más posicionamientos o al menos cuestionamientos de muchos de ellos en los mercados de habla hispana). La Copa del Mundo de Qatar ha generado muchos cuestionamientos y resulta interesante que, uno de los que más ha preocupado a este grupo poblacional es el de la venta de alcohol. Las violaciones a los derechos humanos, la falta de transparencia, el trato cruel con las mujeres y la amenaza persistente sobre la comunidad LGBTA, en algunos casos, han pasado a ser cuestiones anecdóticas. Sin embargo, si la organización local tuvo a bien cambiar de parecer y faltar a su compromiso en torno a la venta de cerveza en los estadios y otros puntos, ¿qué no habrá de hacer con situaciones menos comprometidas económicamente por la presencia de un patrocinador mundial?
¿Cómo conciliar las contradicciones con las que nos enfrenta este mundial? No es el primero que se celebra en un territorio que ha sido cuestionado porque quienes lo gobiernan han ido en contra de la dignidad y los derechos humanos, pero sí es tal vez el que con mayor cinismo ha pretendido distraer la mirada de aquello que les incomodó a través de la magia de una pelota. Como lo ha mencionado el exseleccionado alemán Phillip Lahm para este diario: “La Copa del Mundo no le pertenece a Qatar. No tiene por qué ser una contradicción encontrar cuestionable el trasfondo político del Mundial y disfrutar de la fiesta del fútbol que supone”. Amar al fútbol significa hoy en día aprender a conciliar de manera persistente la antítesis de posturas y gustos. Es verdad, el fútbol una vez más es un megáfono de la vida misma, un amplificador de una parte sustancial de la existencia humana, que en este caso es también la contradicción. Sin embargo, una elección significa también, siempre, una renuncia; elegir un camino implica dejar otro (u otros) de lado. Esto es lo que la FIFA y el medio futbolístico han parecido olvidar. No pueden tenerlo todo ni pretender quedar bien con dios y con el diablo.
No me encuentro en una posición de decirle a las personas si deben ver el mundial o cómo enfrentarse a la realidad de Qatar. Como periodista deportiva, aficionada al fútbol y mujer feminista gay, esta Copa del Mundo se ha convertido en un crisol de cuestionamientos, preocupaciones y encrucijadas. Ojalá todo fuera tan fácil como poder sentirse parte de grupos vulnerables gracias a un discurso para después volver a la comodidad de nuestro privilegio y la ausencia de riesgos que significa haber nacido en un contexto y cuerpo determinados. No todos tenemos esa posibilidad, señor Infantino. Afortunadamente, esa ausencia también nos permite ver el mundo a través de la solidaridad con los grupos humanos vulnerados y la importancia de exigir una mayor rendición de cuentas a la organización de estos eventos y las narrativas que le rodean. A lo largo de esta Copa del Mundo espero poder acercarme, de la mano de El País, lo más posible a ello. Desde aquí les estaré acompañando en un camino que para todas las personas debe ser de reflexión y crecimiento. En una Copa del Mundo en la que casi todo es artificial, busquemos encontrar lo auténtico, así sea en medio de nuestra propia contradicción.
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