Se puede y se debe empatizar con el miedo que cualquier aficionado decente suele sentir en presencia de un ultra, da igual del equipo que sea. Y quien dice un ultra, dice una docena. O un centenar, pues el ultra suele ir acompañado de otros ultras, siempre en manada, que es su manera de entender la militancia dentro del fútbol y por lo tanto también en la vida, dentro del mundo. “No es saber que tienes a tus amigos detrás, sino saber que tú estás detrás de tus amigos”, dice Elijah Wood en aquella película tan mala (spoiler: los ultras no tienen amigos). Acosan, insultan, agreden, abusan… Y el hincha normal aguanta, como debe de ser. Porque esa no es su lucha y porque de valientes están los cementerios llenos. También porque nadie con dos dedos de frente acude a un campo de fútbol para hacerse el héroe o comenzar una revolución, tan solo para ver perder o empatar a su equipo. A veces incluso para verlo ganar.
Lo ocurrido el domingo en Cornellá es la enésima demostración de que los clubes siguen secuestrados por estas masas informes de supuestos hinchas que se limitan a fagocitar un sentimiento en busca de algún tipo de recompensa. Y podríamos discutir largo y tendido sobre si algunos de esos clubes se han quitado –o no– de encima a semejantes elementos: quizá de puertas para adentro, pero ahí siguen, esperando cualquier oportunidad de sacar provecho a su condición de colectivo. Puede ser un partido de fútbol en campo contrario, en una ciudad vecina o en el extranjero. O puede ser en una manifestación instigada por nazis metidos a empresarios. El ultra, casi por definición, tampoco es quisquilloso. Eso lo deja a quienes tienen costumbre de sacar la cara por ellos. En público, a rostro descubierto, utilizando redes sociales o medios de comunicación más tradicionales para refocilarse en cualquiera que haya sido la infamia perpetrada por el nazi, por el matón, por el ultra.
Decir que el Barça provocó a los ultras del Espanyol por celebrar el título de Liga sobre el césped nos devuelve a un tiempo donde las reglas se escribían con sangre y el fútbol era un lugar poco apto para las niñas, sus padres, los abuelos y las familias. Un lugar donde el ultra imponía su voz a la totalidad del estadio y el aficionado normal se unía o cerraba la boca. Si acaso la abría para comerse un bocadillo. Y gracias, porque la alternativa bien podría ser comerse una hostia. En el fútbol no se ríe. Al fútbol no se va a disfrutar. Ni a compartir algunos de los valores intrínsecos al deporte: al fútbol se va a vencer o a morir y, en su defecto, a matar. “¡A por ellos!”, gritaban los ultras sin tatuajes ni botas reforzadas a los otros, a los que bajaron a perseguir futbolistas por confundir su guarida con un campo de fútbol, su guerra con un deporte. No suelen ser tan peligrosos como los que pegan, pero huelen a lo mismo.
“Los ultras son así” y “no hay ultra pequeño” podrían ser frases de fútbol, por qué no. O de aficionado que lo confunde con un entretenimiento simple. O de quienes amparan a los muy simples, a los violentos, ya sea permitiéndoles un lugar preferente en el estadio o un espacio de honor en los editoriales. “Que cada palo aguante su ultra”. Pero que nadie se atreva a tomar por cobardes a los demás porque algunas veces solo existe una forma digna de salir de tu propio estadio y es salir espantado.
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