Con algunas palabras pasa como con las canciones del verano: las descubrimos, conectan con lo que estamos viviendo y no paramos de escucharlas y repetirlas hasta la saciedad. Lo que inicialmente nos emocionaba y nos movía, finalmente nos cansa y puede llegar a saturarnos.
Resiliencia es una de esas palabras que la pandemia ha puesto de moda, a veces hasta pervertir su sentido. Pero hace décadas que los profesionales que trabajan con niños, niñas y adolescentes en entornos marcados por la desigualdad hablan de ella. De hecho, la resiliencia es una metáfora sobre la condición humana que las ciencias sociales tomaron prestada de la física de materiales en la segunda mitad del siglo XX para referirse a la resistencia y la flexibilidad ante los golpes de la vida.
Más allá del buen uso o del abuso de la palabra resiliencia, la realidad de la que esa palabra nos habla sigue ahí, tozuda y descarnada. La vida no siempre es bella. Es algo que, tarde o temprano, la mayoría vamos descubriendo. Pero es que algunos lo descubren demasiado pronto. La pobreza infantil es uno de los frutos más amargos de la desigualdad de este mundo mal repartido. Y, en España, los datos conocidos son sonrojantes. Que uno de cada tres niños, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), viva en situación de riesgo de pobreza o exclusión es una cifra a la que no deberíamos acostumbrarnos.
Contra la transmisión generacional de la pobreza
Romper el ciclo perverso de la transmisión generacional de la pobreza precisa un doble tipo de actuaciones: intervenir sobre las causas estructurales de la desigualdad y, a la vez, generar oportunidades para que niños y adolescentes construyan futuros dignos, superando las situaciones de pobreza en las que viven. Y es precisamente ahí donde situamos la acción socioeducativa para el desarrollo de la resiliencia.
Los niños no son minipersonas o proyectos de adultos. Son sujetos de derechos
Gracias a las investigaciones sobre la resiliencia, hoy sabemos que afrontar las adversidades y salir adelante, a pesar de ellas (o, incluso, gracias a ellas), no es algo que dependa de la suerte, de los genes o del destino. Podemos identificar los factores que la desarrollan y sabemos que estos, a los que llamamos factores protectores, se pueden potenciar con actuaciones sociales y educativas adecuadas. También, sabemos que el tiempo libre y el deporte son escenarios privilegiados para el desarrollo de estos.
¿Cuáles son los ingredientes de esa “poción mágica” que nos permite plantar cara a las dificultades de la vida o, incluso, aprovecharlas para ser mejores? ¿Y cómo el ocio educativo, en general, y el deporte, en particular, facilitan esos procesos?
Tres factores protectores para la resiliencia
El efecto del deporte, el juego o la actividad física sobre la autoestima y las competenciales sociales está avalado por numerosas investigaciones. Autoestima y competencias sociales son dos de los factores protectores más citados también en los estudios sobre resiliencia. Stefan Vaniestendael, uno de los referentes internacionales en este campo, añade, al menos, otros tres.
El primero de ellos es el apoyo social. Tiene que ver con las relaciones humanas, con la ayuda mutua, con sentirnos aceptados y queridos. Esto es esencial para superar las adversidades. Las actividades deportivas pueden ser espacios generadores de amistad, de mejora de las relaciones vecinales o de sentido de pertenencia. No pienso solo en los niños y en su práctica deportiva, sino también en las familias que se encuentran en entrenamientos, en salidas o en torneos. Y también, en la conciencia de club, de barrio, de proyecto compartido, en todo ese tipo de escenarios en los que los vínculos entre las personas acaban tejiendo la red social protectora de la que hablamos cuando nos referimos al apoyo social.
No es extraño que, en un estudio reciente sobre la soledad (otro de esos males desconcertantes de nuestra sociedad hiperconectada), la ausencia de actividad física o deportiva aparezca como uno de los principales determinantes de la soledad no deseada entre los jóvenes.
La pobreza infantil es uno de los frutos más amargos de la desigualdad de este mundo mal repartido
Otro de los factores de resiliencia a cuyo desarrollo pueden contribuir las experiencias deportivas es la capacidad de dar sentido a lo vivido. Marcarse objetivos, compartir proyectos, definir los pasos a seguir o justificar esfuerzos son procesos presentes en la práctica deportiva que nos enseñan a responder a las preguntas sobre el sentido de lo que hacemos en la vida y sobre el valor de la vida misma. Y eso es algo central en la resiliencia. Es importante, eso sí, el acompañamiento de adultos sensatos que ayuden a descubrir que el motor más importante de la vida no se encuentra fuera (en los títulos, el éxito o la aprobación social) sino dentro, en el placer de aprender, de mejorar, de superarse, en eso que en ciencias sociales llamamos la motivación de logro.
Y el tercer factor protector al que me refería es el sentido del humor. Probablemente, su papel clave ante las adversidades ha sorprendido a algún investigador. Pero aparece de manera sistemática en los estudios sobre resiliencia. El sentido del humor nos habla de la necesidad de aceptar la fragilidad como parte de nuestra condición humana y de reírnos un poco de nosotros mismos. Es una señal de inteligencia, de la lucidez que permite distinguir lo fundamental (poquitas cosas lo son) y lo accesorio.
¿Qué tiene el deporte que pueda alimentar este factor protector? La alegría de las celebraciones y, sobre todo, la cantidad enorme de golpes, fracasos y derrotas que, muchas veces, comporta la práctica deportiva. Ambos (la fiesta y el dolor) nos igualan y nos humanizan y ayudan a construir una mirada sobre nosotros mismos y sobre la condición humana que también nos protege ante las pérdidas y derrotas con mayúsculas que nos trae la vida, especialmente si esa vida está marcada por la desigualdad de oportunidades.
La utilización educativa del deporte en la infancia y la adolescencia sí puede tener ese poder transformador
Que los niños se lo pasen bien
Ciertamente, no todos los usos del deporte contribuyen a mejorar el mundo. Sin embargo, su utilización educativa en la infancia y la adolescencia sí puede tener ese poder transformador. La actividad deportiva responde a la necesidad de moverse, de jugar, de divertirse. Solo eso (que los niños se lo pasen bien) ya la justifica sobradamente. Pero, además, puede ser un aliado poderoso en la construcción de la resiliencia y un espacio para experimentar el protagonismo sobre sus vidas. Esto conecta con una de las dimensiones de la Convención de los Derechos del Niño que más nos cuesta acabar de desarrollar: su derecho a participar, su condición de miembros activos de la sociedad en la que viven.
Los niños no son minipersonas o proyectos de adultos. Son sujetos de derechos. El deporte puede ayudarles a desarrollar ese sentimiento de manejo de sí mismos inherente a la condición de ciudadano o ciudadana. Probablemente, es algo imprescindible para crecer con posibilidades de romper el círculo auto-reproductivo de la pobreza. Y, de paso, quizás nos ayude a los adultos a hacer un poco más habitable este mundo acelerado y desigual que se nos está quedando.
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