Este sábado murió María del Rosario Ibarra de la Garza, mejor conocida como doña Rosario. Tenía 95 años, de los cuales dedicó 47 a buscar a su hijo Jesús Piedra Ibarra, un joven regiomontano, estudiante de Medicina, quien fue detenido el 19 de abril de 1975 por la Policía Judicial de Nuevo León y agentes de la Dirección Federal de Seguridad en Monterrey y desaparecido de manera forzada desde entonces. No hubo lugar al que Rosario no asistiera ni pista que no siguiera para buscar a Jesús, el segundo de sus cuatro hijos e hijas.
Conocí a Rosario siendo muy pequeña. Mi madre, Alicia de los Ríos Merino, fue desaparecida casi tres años después que Jesús, el 5 de enero de 1978. Ambos militaban en la misma organización, la Liga Comunista 23 de Septiembre. Cuando mi tía Martha y mi abuela Alicia se incorporaron a la demanda por las personas desaparecidas, Rosario ya llevaba tres años de experiencia en la búsqueda. Todas las familias encabezadas por mujeres siguieron un mismo camino: iniciaron solas las investigaciones y en algún momento, al encontrarse y reconocerse en oficinas y en calles, decidieron reunirse en el Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos.
El comité funcionaba con las familias en los estados. Las doñas se organizaban de manera regional y respondían a la convocatoria de acciones en la Ciudad de México, como la primera huelga de hambre en la Catedral Metropolitana en 1978. Rosario fue una excepción de quienes viajaban ocasionalmente: ella se mudó de Monterrey a la capital del país con tal de no dar tregua a la búsqueda. Desde ahí se convirtió en el corazón del Comité. En ese período recibían el apoyo y solidaridad de algunas personas liberadas, de estudiantes, sindicalistas y militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Rosario se convirtió en candidata presidencial de ese partido chiquitito de izquierda en 1982 para posicionar el tema de la desaparición forzada de manera nacional.
El primer recuerdo que tengo de ella es en el marco de esa campaña. La evoco cruzando la calle de mi familia materna, en la ciudad de Chihuahua. Delgadita, baja, de negro, con melena abundante, pero parecía enorme. Daba la impresión de que corría siempre, de un lado para otro. Hablaba rápido, con un marcado acento norteño. Desde ese momento la escuché absorta, siguiendo sus manos y gesticulaciones. Las visitas de Rosario a Chihuahua eran días de fiesta para una niña que no comprendía la tragedia de esas mujeres buscando a sus hijos e hijas. Hoy, desde la profesión de la historia, me atrevo a decir que los años finales de la década de los setenta y, después, la década de los ochenta fueron el período más álgido de ese Comité Pro Defensa que en esos años se denominó ¡Eureka!.
Rosario acudió siempre al llamado del Comité de las Doñas en Chihuahua: la campaña de Tortura Nunca Más que devino en la conformación de Cosyddhac, la emblemática Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos A. C., fundada por el obispo de la sierra Tarahumara Pepe Llaguno. O la toma de la carretera Panamericana en el kilómetro 28 en noviembre de 1988, que arrancó la solidaridad de transeúntes y camioneros con ese puñado de mujeres con las fotos de sus hijos e hijas desaparecidas colgando de sus cuellos. Curiosos y periodistas se acercaban a doña Rosario para preguntar cuándo levantarían el bloqueo, y ella, sonriente y determinante, contestaba: “Cuando nos entreguen a nuestros hijos, en ese momento nos quitamos”.
La sensación de fiesta de esas acciones se convirtió en la percepción del deber de encontrar a nuestras familias. Así como Rosario y Concepción Ávila viajaban a otros estados, nosotras acudíamos a la Ciudad de México. Llegábamos a las oficinas de ¡Eureka! en la calle de Monterrey, en ese edificio donde además vivía Rosario. Doñas, familiares y solidarias nos encontrábamos en el local de CENCOS, el Centro Nacional de Comunicación Social A. C., de don Pepe Álvarez Icaza, solidario siempre con las doñas. Desde ese local en la colonia Roma partían las comisiones que se entrevistarían con presidentes, secretarios de Gobernación, procuradores, militares. Las niñas y los niños que esperábamos el regreso de las personas comisionadas jugábamos y observábamos a mamás de todos los Estados, cansadas, soñolientas, sosteniéndose entre ellas, acompañándose, comprendiéndose. Todas atentas con los resultados de un día más, una nueva acción, preguntándose cuándo les entregarían a sus muchachos. Así se tejió, como artesanía, una gran familia, con sus nudos, con problemas y dolores, pero con un cariño necio y resistente.
Como adolescente viví el zapatismo con las doñas y con Rosario. De nueva cuenta, viajó a Chihuahua los últimos días de febrero de 1994 para entrevistarse con el entonces gobernador, Francisco Barrio, sobre la liberación de cuatro presos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) detenidos. El 10 de mayo de 1997 viajamos doñas y familiares a la Realidad, entonces el corazón de la comandancia zapatista en la selva chiapaneca. Fue conmovedora la recepción del subcomandante Marcos, de Moisés y Tacho, quienes saludaron solemnemente a Mario Álvaro Cartagena López, el Guaymas, sobreviviente de la desaparición en 1978 por la contundente intervención de Rosario Ibarra, de su hija Rosario Piedra y de doña Chela, la madre del Guaymas.
La última visita que hice a casa de Rosario fue a principios del nuevo siglo, en la calle de Mazatlán, en la colonia Condesa, un museo con miles de objetos que después tendrían hogar en la Casa de la Memoria Indómita, incluido el archivo del Comité que, hasta entonces, conservaba en la alacena de la cocina. Esa ocasión estuvimos solas. Puso una cafetera en la estufa y me comentó de su preocupación por el archivo, por su conservación, por su difusión. Nunca paró en su quehacer de buscadora. Las últimas dos veces la vi en su oficina del Congreso de la Unión cuando era diputada federal y en la casa de la organización UNIOS, en la colonia Doctores, con sus históricas compañeras Conny Ávila, Sara Hernández, Celia Piedra y Graciela Mijares. Pensé que Rosario y todas ellas eran eternas. Hoy lo confirmo. Perdurarán como las doñas que enfrentaron la hegemonía de un sistema que instauró la desaparición que hoy nos carcome como país. Buen viaje, querida mía, Rosario nuestra. Hasta siempre.
Alicia de los Ríos Merino es historiadora y docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
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