Un día cualquiera en la vida de Elon Musk, se sienta en el palco de la final de Qatar con Jared Kushner, el yerno de Trump; se hace un selfi con Nailya Asker-Zade, propagandista del Kremlin, y sube varios vídeos de los goles. Twitter, la red social que compró, prohíbe mencionar a sus rivales Facebook, Instagram o Mastodon, pero le advierten las autoridades de EE UU y Europa. A la mañana siguiente renuncia a esta medida (como unos días antes a cancelar a los periodistas críticos) y se cierra la encuesta que él mismo abrió para que los tuiteros le digan si debe seguir. Le dicen que no, que dimita. La acción de Tesla ha bajado tanto que ya no es el hombre más rico del mundo. Vale, no era un día cualquiera sino dos.
Hoy Elon Musk es carne de meme, objeto de burla o de ira para muchos de los usuarios de las redes. Otros aún lo idolatran. No hace tanto era el emprendedor modelo, el tipo que iba a llenar el mundo de coches eléctricos y el espacio de cohetes. Era así en 2018, cuando se hizo el documental Elon Musk. The Real-Life Iron Man (en Netflix), que desde el título lo compara con un superhéroe.
Lo dirige Sonia Anderson, autora de otros documentales biográficos (sobre David Bowie o Diana Spencer), a la que en este caso deslumbra demasiado el brillo del magnate. Presentado como un genio desde niño, se cuenta una dura infancia en su Sudáfrica natal, en la que sufrió acoso escolar y el conflictivo divorcio de sus padres. No se menciona, eso debió influir algo en su carrera, que esos padres ya eran millonarios. Se defiende aquí que Elon se hizo a sí mismo, que estudió pidiendo becas y haciendo trabajos a tiempo parcial como tantos otros. Se insiste en que cualquiera se habría retirado a una isla paradisiaca con el dinero que sacó de sus primeros pelotazos, eso es cierto, pero él tiende a reinvertir su dinero y su tiempo en nuevos proyectos.
Desfilan colaboradores que se deshacen en elogios a su talento y a sus éxitos al frente de PayPal, Tesla o SpaceX. Hablan directivos, ingenieros, astronautas, periodistas y expertos en gestión. Pero no escuchamos ninguna voz no ya crítica, sino un poco distante. La más entusiasta es Julie Anderson, que fue su vicepresidenta en PayPal y lo acompañó en SpaceX: asegura que en sus empresas todo el mundo trabaja 12 o 14 diarias, y el jefe algunas más, pero no les importa, hasta les resulta excitante, porque están convencidos de que están “cambiando el mundo”. Se jalean incluso las afirmaciones más osadas del empresario: que va a montar una base en Marte, que nos va a implantar un chip en el cerebro para que podamos competir con las inteligencias artificiales (antes de que estas nos dominen) o que quizás vivamos todos en una realidad virtual, como en un videojuego de seres mucho más avanzados. También se dice, y esto es cierto, que la marca personal de Musk ha impulsado sus empresas, porque es un imán para los inversores.
Claro que esto se filmó antes de la crisis reputacional que le golpea. En 2018, Musk ya era amigo de meterse en líos, como cuando anunció en Twitter que sacaría a Tesla de Bolsa (no lo hizo) o cuando se fumó un porro de marihuana (ya era legal) mientras participaba en el podcast de Joe Rogan, quien luego en la pandemia sería un difusor de teorías de la conspiración (lo que desató el boicot a Spotify de artistas como Neil Young). Los episodios más recientes, y más demoledores para su prestigio, han tenido lugar en su errática y caprichosa gestión de Twitter, la plataforma que centra la conversación política y mediática mundial. Que si despedía a la mayoría de la plantilla, que si readmitía a Trump, que si amnistiaba a todas las cuentas suspendidas, que si cobraba por la verificación, que si daba el sello azul sin verificar nada, que si suspende las cuentas de periodistas, que si las devuelve. Que habrá una ocurrencia nueva cada día. Hasta el punto de que los accionistas de Tesla están deseando que Musk deje la gestión de Twitter, como ha prometido, no ya para que vuelva a centrarse, sino para que no deteriore el valor de todas sus marcas.
Elon Musk, se afirma en este documental, es un visionario de los que solo sale uno cada cien años. Así que no esperen ninguno más, ni mejor, hasta el siglo XXII. Poco nos pasa.
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