Martín querido:
Comienzo con un jalón de camiseta, y es que el México-Argentina tuvo que ver más con la neurosis y el melodrama que con el deporte.
Desde que comenzó el Mundial este era El Partido, a tal grado que hemos hablado poco de otras cosas, incluyendo el acrobático gol de Richarlison contra Serbia, digno de las carpas del Cirque du Soleil, o el tobillo atrozmente inflamado de Neymar en esa guerra de los Balcanes (el gran histrión de las faltas no merecía ser alcanzado de ese modo por la realidad).
Han sucedido muchos lances, pero un solo juego provocaba que nos mordiéramos las uñas.
Hace unos años murió un amigo y su esposa descubrió en el funeral que había tenido una hija fuera del matrimonio. Para salir de su desconcierto, reunió a los tres mejores amigos del difunto, entre los que me encontraba. Con asombrosa compostura hizo la temida pregunta: “¿Por qué no me lo dijo?” El más elocuente de nosotros contestó: “Quería hacerlo, pero no encontró la oportunidad”. “¡¿No encontró la oportunidad en doce años?!”, respondió la viuda.
Pues bien: los demás partidos de Qatar han sido hijas fuera del matrimonio, de las que cuesta trabajo hablar. Lo decisivo era saber si México sería capaz de jubilar a Messi de los mundiales. La faena resultaba difícil porque hace 18 años que México no le gana a Argentina. No podíamos apelar a nuestro poderío, pero podíamos aprovechar que la albiceleste venía tocada. Nuestra vitamina era su angustia. Lautaro, que juega para exhibir su corte de pelo, salió a la cancha como si lo mandaran a la peor peluquería y Messi tenía los ojos del que ve a ninguna parte. ¿Bastaba esa crisis emocional para ganarles?
Lo único que podía favorecernos era la propia Argentina, que se jugaba la vida y la reputación; en lo que toca a nosotros, la entereza dependía de no tener reputación. La guerra que podíamos ganar era de nervios.
La diferencia entre los futbolistas serbios y los mexicanos es que los serbios tratan de matarte y los mexicanos no te dejan vivir. México jugó a que el partido no sucediera, convencido de que el fútbol es lo que hacen los otros. El 0-0 parecía magnífico. Argentina se dejó contagiar y el primer tiempo fue uno de los más horrendos en la historia de los mundiales.
Los mexicanos tenemos formas entusiastas de molestar a los vecinos, como cantar rancheras a las tres de la mañana. Por desgracia, nuestra selección no pensó en incordios de ese tipo, sino en la sencilla destrucción del juego.
Cumpliendo con lo esperado desde el principio de esta correspondencia, México dejó mucho que desear. No ha anotado un solo gol; lo grave es que ni siquiera ha descubierto la fórmula para intentarlo.
Una genialidad de Lionel Messi destrabó el partido. Un tiro rasante, al ángulo, desde fuera del área, como los muchos que ha convertido en su histórica carrera y que Memo Ochoa no pudo detener a pesar de ir vestido como el Hombre Araña.
Messi ofreció una pincelada de grandeza en un juego para el olvido. La esperanza de que siga en el Mundial incluye a la inmensa mayoría de los mexicanos, dispuesto aplaudirle a su verdugo.
Como lo suyo es evitar el triunfo (tanto el ajeno como el propio), el Tata sacó del campo al más ofensivo de los nuestros, el Chucky Lozano. Un gesto de bandera blanca.
Buscábamos la paz cuando llegó el segundo gol, estupendo riflazo de Enzo Rodríguez.
México queda, merecidamente, en el sótano de su grupo. Por desgracia, ni siquiera servimos para que Argentina luciera como la selección a la que se le han atribuido tantos méritos, y que parece muy inferior a sus posibles rivales en la segunda fase, los franceses, que avanzan con paso de campeones.
Cuando Sampaoli no convocó a Higuaín a la albiceleste en 2018, Diego dijo: “Se le escapó la tortuga”. Así de torpe le parecía el entrenador.
México necesita un milagro para seguir en el Mundial, pero tiene un entrenador al que se le escapa la tortuga.
La correspondencia íntegra de Caparrós y Villoro durante el Mundial de Qatar
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