Se acercaba la fecha del estreno y la pared que debía lucir la obra estrella de la exhibición corría riesgo de quedar desnuda. Los equipos de comisarios del Van Gogh Museum de Ámsterdam y del Belvedere de Viena habían trabajado durante siete años en una nueva interpretación de la figura de Gustav Klimt y habían conseguido el préstamo de piezas de Rodin, Matisse y Cézanne para enfrentarlas con obras capitales del artista austriaco, pero faltaba Serpientes de agua II, la pintura más cara de Klimt. El coste millonario del seguro excedía en mucho el límite de responsabilidad civil estatal de 120 millones de euros fijado por ley. A última hora, se alcanzó un acuerdo: el propietario (anónimo) asumía la prima del seguro de seis cifras y a cambio el Belvedere restauraba el lienzo.
La obra tiene una historia convulsa: fue robada por los nazis a la empresaria textil judía Jenny Steiner, mecenas de Klimt y del movimiento secesionista. Cuando se iba a subastar en 1940, el gobernador del Reich en Viena, Baldur von Schirach, la sacó del lote y se la puso en bandeja al cineasta nazi Gustav Ucicky, hijo ilegítimo de Klimt, que la colgó en el comedor de su casa. En 2013, los herederos de Ucicky y de Steiner firmaron un trato de restitución y se repartieron a partes iguales los 112 millones de dólares de su venta. Luego siguió la especulación propia del mercado del arte actual, con otra venta privada casi inmediata a un oligarca ruso que superó los 180 millones de dólares, que a su vez la revendió por un montante similar. Klimt la pintó entre 1904 y 1907 y en todo este tiempo apenas ha estado expuesta al público. En Austria se contempló por última vez en 1964.
A mediados de enero, cruzó las puertas del taller de restauración del Belvedere, un estudio de techos altos que ocupa las antiguas caballerizas de palacio, entre monsteras selváticas de tres metros y un efusivo olor a barniz y disolvente. La jefa de restauración, Stefanie Jahn, con un equipo de ocho expertos, hizo en solo dos semanas el examen de daños y restauró un leve craquelado, unas grietas de menos de dos milímetros. “El lienzo se encuentra en un estado envidiable”, dice Jahn, que habla como una entomóloga de los remates inapreciables en cada letra, de cada firma, de cada cuadro de Klimt.
Si consideramos que el lienzo ha sobrevivido a la descomposición de un imperio, dos guerras mundiales, una guerra civil y la arianización y el saqueo de los nazis, es una buena noticia. El propietario se ha garantizado un valioso peritaje del departamento de conservación del museo con la colección de obras de Klimt más importante del mundo, incluido El beso.
La restauradora diseñó personalmente la ciclópea máquina de rayos X que radiografía tablas con rieles de dos metros, y que cuenta con su propia sala en el taller. La exploración ha revelado los bocetos de Klimt en la tela; sus cambios en la composición de ninfas, serpientes acuáticas e hilos dorados de las plantas trepadoras, que algunos historiadores del arte interpretan como una representación del erotismo lésbico. Klimt pintaba con metales preciosos, unas finas láminas de oro, plata y platino. “Los peces castaños que se ven aquí”, dice Jahn cotejando una reproducción del cuadro con fotografías microscópicas, “eran originalmente de color plata, han sufrido el proceso de oxidación. Esto no se puede corregir”. Y, casi sin querer, añade el argumento de la exhibición: “Experimentó con técnicas y materiales compartidos por otros artistas internacionales de su época”.
Klimt. Inspirado por Van Gogh, Rodin, Matisse… se mostró primero en Ámsterdam en otoño, con otro título pero con los neones ya puestos en Serpientes de agua II, y la expone ahora hasta el 29 de mayo el Belvedere para celebrar su 300 aniversario como espacio de arte. Hay diferencias: en Viena la pintura protagonista se exhibe junto a Serpientes de agua I (que no se desplazó a Ámsterdam por razones de conservación), y ambas enfrentadas a las obras de la artista Macdonald Mackintosh, la única mujer que aparece en la muestra junto a una treintena de artistas internacionales.
En total, reúne más de 90 piezas para desmontar el mito del genio solitario que creaba en bata azul en un jardín rodeado de musas desnudas (entre ellas, la modelo Maria Učická) y presenta con brillantez su catálogo de influencias. El comisario Markus Fellinger dice: “Nuestra investigación descubre un Klimt muy diferente al habitual. A partir de una serie de comparaciones significativas, ilustramos cómo asimiló los logros artísticos de su tiempo”. Klimt era una esponja. Cuando cofundó la Secesión en 1897, una asociación de artistas transgresores, no solo rompió con la ceguera voluntaria de la pintura académica, sino que atrajo como un imán a las vanguardias. Viena, que hasta ese momento las ignoraba, se transformó en un centro de gravedad de la modernidad. Fue la Secesión quien expuso por primera vez un cuadro de Van Gogh en el Imperio Austrohúngaro en 1903, en una exhibición que visitaron 16.000 personas. Y con él, a Paul Cézanne, Pierre Bonnard, Toulouse-Lautrec, autores que nunca se habían citado en la prensa local.
Todos están hoy en el Belvedere, en un recorrido que plantea un careo esplendoroso de firmas ilustres. Asombra comprobar las semejanzas entre los paisajes de Klimt y los de Van Gogh; entre el periodo dorado de Klimt, con su Judith en primera fila, y los simbolistas Fernand Khnopff y Franz von Stuck; entre los dibujos de desnudos femeninos de Klimt y las esculturas de Rodin; entre Klimt y la subversión del cartelismo de Pierre Bonnard y Toulouse-Lautrec; entre Klimt y Matisse, Monet, Manet, Alma-Tadema…
En la última sala luce la pintura Noche de verano en la playa, de Edvard Munch, también exhibida por la Secesión en 1904. Y junto a ella, La novia, la obra imponente que Klimt dejó inacabada en el caballete en 1918, cuando murió de neumonía con 55 años durante la epidemia de gripe.
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