Tecnología: En el año que fue | Tecnología

Los cambios de año me ponen nostálgica. Será porque soy una mujer de entresemana, entretiempo y de curso académico. O será por mi incapacidad esencial de vibrar con los grandes acontecimientos sociales. Tantos propósitos que se saben ya incumplidos no dejan de ser una metáfora de nuestras existencias frustradas por defecto y por diseño. En lugar de sentirme renovada por el nuevo año me siento invadida por la reflexión tristona. Y esta falta de entusiasmo hace que mire más a lo distópico que a la utopía que siempre supone un año que comienza.

Este verano, bueno, el verano que fue, alquilé una furgoneta para, en plan Thelma y Louise con amiga pero sin barranco, recoger una cómoda de mi abuela. Quinientos kilómetros de ida y otros tanto de vuelta por un recuerdo infantil con su consiguiente huella de carbono. En ese viaje descubrí, además de que conducir sin retrovisor central es un peligro, que los campos de Castilla machadianos se habían convertido en un plano exterior-noche de Blade Runner: cientos de placas solares flotando sobre terrenos ya en sombra eterna bajo su pesado color plomizo. No sé si estaban ya allí el año anterior y solo la privilegiada altura que daba ser una transportista aficionada me las había puesto en evidencia, o eran consecuencia del boom de las energías renovables y el precio desaforado de la electricidad. Lo cierto es que tuve una visión aterradora y profética, como una María de Francia cualquiera, de una tierra encapotada y forrada de metal. De nuevo, el ser humano cortoplacista que confía en una tecnología salvadora para seguir viendo chorradas en el móvil a costa de alicatar hasta el techo una naturaleza ya de por sí asfixiada. Un viaje a la costa gaditana no mejoró mi estado de ánimo. En Záhara de los atunes podías elegir entre mirar al mar, a esas playas bendecidas, o girar un poco la cabeza y disfrutar de una cohorte de aerogeneradores cortadores de cabezas de gigante. Colonizamos la tierra para tener cerveza fría. Colocamos esos horrores fuera de nuestro campo de visión porque los necesitamos ahora, ya, sin dilación, en una tierra de otro que no nos importa porque bastante tenemos nosotros con nuestros propios problemas de llegar a fin de mes. As bestas y Alcarrás son dos películas magníficas que ponen de manifiesto esta tensión entre un mundo rural, más o menos desesperanzado, y su colonización para solventar las necesidades de personas a las que les molesta que suenen las campanas de la iglesia cuando se van de fin de semana al campo.

A pesar de que todos sabemos que el presente es insostenible, descartamos la posibilidad misma de ese pensamiento con el mismo gesto de apartar la mirada cuando un mendigo nos acerca la mano en el semáforo. Confiamos en que cambie a verde como confiamos que los tecno señores feudales vengan en nuestro rescate con alguna solución ingeniosísima que no nos haga cambiar ninguno de nuestros hábitos ni nos haga tomar incómodas decisiones en beneficio del bien común. Somos nuestros sesgos y nuestros arquetipos, “las historias que nos contamos a nosotros mismos desde el principio de los tiempos para sobrevivir, sobre todo cuando nos enfrentamos a una crisis existencial” como señala Marta Peirano en su imprescindible ensayo Contra el futuro. “Pero, como todos los mecanismos nacidos del trauma, son maladaptativos, estrategias que no nos benefician desde el punto de vista evolutivo” sentencia Peirano cuando se refiere a esas soluciones tecnológicas nacidas de la voluntad de un solo hombre varón que se plantean como salvíficas frente al colapso. Desde el arca de Noé, como solución al diluvio universal, a las colonias improbables de Musk en Marte, como solución a una tierra inhabitable. Si reparamos en cualquiera de los dos ejemplos y nos leemos la letra pequeña, es sencillo concluir que ni Noé ni Elon cuentan con nosotros en su historia épica de salvación.

Creo que el escepticismo de Peirano hacia estos tecno-señores-feudales y sus soluciones testosterónicas está más que justificado. Hace un año por estas fechas, los test de antígenos eran un producto de lujo y los medios de comunicación se llenaban de artículos sesudos sobre la última película producto del algoritmo de Netflix, Don’t look up. Este mismo medio le dedicó varios artículos divulgativos, de opinión y científicos al fenómeno. En esa obra, de la que nadie se acuerda ya, un gurú de la tecnología con problemas de socialización ofrece una solución que falla más que una escopeta de feria para parar el meteorito que se cierne sobre la cabeza de Leonardo DiCaprio. Todos vimos en el personaje del millonario inadaptado que huye a Elon Musk. Un año después, este diario ha dedicado incontables páginas y bastante energía en radiar en tiempo real su incompetencia en la gestión de una red social. Su errática dirección de Twitter nos ha llenado de incredulidad y, por qué no decirlo, nos ha dado grandes momentos de cachondeo. Cuesta imaginar que Musk, después de haberle visto las costuras, sea la persona adecuada para asegurar la supervivencia de la humanidad cuando es incapaz de comprar papel higiénico para limpiar el culo de sus trabajadores.

Pero los arquetipos están aquí para quedarse. Este año que ha acabado también nos ha traído el luctuoso destino de la sonda DART que se “inmoló” por nosotros cual Jesucristo crucificado. La oficina de Protección Planetaria de la NASA se ha apuntado un tanto del que ni Bruce Willis fue capaz: estrellar a DART contra un asteroide para evitar su hipotética colisión con la Tierra. DART me coloca en la incómoda situación de tener que aceptar lo heroico, aun a sabiendas de que puede haber un idiota a los mandos incapaz de prever que el daño que evita es muy inferior al que provoca. Tal vez prefiera quedarme con la única certeza que tengo ante el 2023: que no moriré arrasada por un asteroide. Feliz año.

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