Teo Lozano, un periodista de gran angular | Comunicación y Medios

“Deja ese teléfono ya, porque como sigamos investigando vamos a averiguar que este tío estafó en su primera comunión”. Nadie como Teo Lozano podía convertir el trabajo periodístico de levantar las alfombras en una aventura en la que la tarea de preguntar y repreguntar, buscar y mirar papeles, la intuición, el vértigo y las risas se aliñaran con tanto arte que acababas agotada pero feliz. Teo murió el pasado domingo en Madrid a los 62 años después de una larga trayectoria profesional que lo llevó en sus últimos años a Atresmedia, donde era subdirector de Programas de Actualidad. Nació en Valencia, estudió Filosofía y, siguiendo al amor de su vida, Mercedes Ferrer, farmacéutica de Bronchales, apareció por Aragón dispuesto a iniciarse en el periodismo con una vocación por “levantar noticias” como pocas he podido encontrar.

Tuve la fortuna de conocerlo muy pronto, sin terminar la carrera todavía. Coincidimos en Teruel: él en TVE, yo en RNE, los dos firmando al alimón en la edición aragonesa de Diario 16, dos periodistas novatos dispuestos a bebernos hasta la última gota de la épica del periodismo en una capital que ha tenido que reivindicarse peleando por su existencia. En buena medida, la clase de periodistas que hemos sido después se forjó en aquel mano a mano en el que celebrábamos como una epopeya colocar nuestras historias en las ediciones nacionales de nuestros medios. Sin tregua, sin descanso, sin concesiones, con la ilusión de los primerizos y la exigencia de estar a la altura de los mitos profesionales que admirábamos y compartíamos con una ingenuidad que nos protegía del cinismo, que suele ser el hermano pobre y abyecto de la ironía.

Su mirada era de gran angular: hoy una estafa, mañana la trashumancia de los pastores de la Sierra de Albarracín. El dúo fue efímero: lo bueno dura poco, pero él siempre estuvo ahí, alentando, exigiendo, aplaudiendo, pendiente de todo. Nunca agotó su pasión por la investigación. Ni su voracidad como lector, ni su curiosidad, ni su humor, ni esa gracia para destensar la situación más endiablada. Sus equipos posteriores han podido disfrutarlo hasta hoy; los amigos repetimos siempre esas frases desternillantes que seguían a su “qué pelotazo”, aquel entusiasmo que reaparecía cuando él o cualquiera de nosotros podía contar algo que nadie había contado antes.

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