Me aconsejaba mi sensata madre cuando era un crío que no comiera deprisa, porque además de no disfrutarlo me iba a atragantar. En mi crepúsculo sigo sin hacerle caso. He sido feliz emborrachándome sin tregua con las cosas buenas que ofrecía la vida, prefiriendo la glotonería al ascetismo, incapaz de aceptar el término medio, exprimiendo con ansia infantil el aquí y ahora.
Por ello esperaba con compulsiva ilusión la nueva temporada de The Crown (Netflix). Aunque exista avalancha de series en las plataformas, me resulta imposible engancharme a la inmensa mayoría. Prefiero contemplar el techo. Peor aún, me irrita que sean tan previsibles, mediocres y clónicas. La demanda es enorme y la oferta confía en que la clientela se lo trague todo. Eso demuestra un deprecio arrogante y pragmático ante algo que acostumbra a ser caro y que se llama calidad. Y esto último es lo que ha atesorado desde su arranque la magnífica The Crown. Y me dispongo con anticipado gozo a devorar de un tirón los 10 capítulos de su última temporada. La realidad de la familia real inglesa jamás me ha importado lo más mínimo, pero el arte consigue el milagro de hacerla apasionante, compleja, turbia, mezclando la ficción con hechos auténticos. Guiones, ambientación, diálogos, interpretaciones, historias paralelas alcanzaban el estado de gracia.
Pero me sorprendo a mí mismo al no darme el previsto atracón. Veo un día tres capítulos, cuatro al siguiente y hoy la terminaré. El nivel creativo permanece alto, pero mi antigua adicción se frena. Está centrada en las turbulentas movidas del ambicioso príncipe Carlos y de su infeliz esposa Diana. También habla de la cercanía del ocaso. Aunque si descubro que puedo espaciar mi visión de lo que me fascinaba es que algo está fallando. Lo que no sé es si la culpa es de la serie o solo mía. Volveremos.
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