“Tobogán de piojos”, “genocida de oxígeno”… Por qué cada Mundial recuerda el poderío del español como idioma para insultar | ICON

“Nos ilusionamos durante cuatro años y madrugamos para ver cómo nos cogían 11 domadores de dromedarios que se entrenan jugando con minas antipersona en el desierto. Merecemos extinguirnos”. Esta vigorosa invectiva, obra maestra del improperio entendido como una de las bellas artes, se publicó en Twitter el pasado 22 de noviembre, pocos minutos después de que la selección argentina de fútbol fuese derrotada por la de Arabia Saudí en su primer partido en el Mundial de Qatar.

La firmaba Higuaínico (ante casi 28 mil me gusta), un exaltado anónimo que también se refería al delantero francés Kylian Mbappé como “galápago alimentado con nandrolona”, al centrocampista argentino Enzo Fernández como “hijo de 800 civilizaciones de rameras bíblicas que en lugar de piernas tiene pólipos”, a los jugadores de la selección de México como “escaladores en serie de vallas gringas”, de nuevo a los árabes como “recolectores de petróleo” o a uno de sus interlocutores en la red social como “cabeza de ladrillo en polvo”.

Las réplicas que recibió este consumado artesano del vituperio oscilaban entre el estupor (“me parece que está ligeramente disgustado”), el regocijo cómplice (“llegó el momento más esperado por todos los aficionados en cualquier evento deportivo en que participe Argentina: los insultos en Twitter”) o la ironía (“soy Higuaínico y soy de Cáceres, pero tuiteo como un argentino para demostrar mi autismo”). El célebre Norcoreano, árbitro de tendencias tuiteras, sentenció que la riqueza léxica de estos arrebatos de cólera iba a ser “el mayor impulso al castellano desde el Siglo de Oro”.

El improperio nuestro de cada día

Por magistrales que resulten las virulentas astracanadas de Higuaínico, lo cierto es que no son más que gotas en el océano de denuestos (cómicos o no) que se desata en las redes sociales cada vez que Argentina juega a fútbol. Se trata de una costumbre más bien contemporánea, que se aceleró a partir del muy tuitero Mundial de Brasil de 2014, pero contaba ya con precedentes ilustres en las canchas y entre los comentaristas deportivos.

Incluso Roberto Fontanarrosa, el escritor y humorista gráfico que tanto contribuyó a convertir el fútbol en vehículo de ensoñaciones literarias y dúctil metáfora de la vida, defendía la pertinencia (matizada) del insulto en contextos lúdicos como el del balompié “por la sonoridad, fuerza y contextura física” que hace que algunas “malas palabras” resulten “irremplazables”. En el Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en la localidad argentina de Rosario en 2004, Fontanarrosa solicitaba una “generosa amnistía” a esas malas palabras fruto del acervo popular y crecidas en las gradas de los estadios, “donde un carajo siempre será un carajo y un pelotudo siempre será un pelotudo”.

Desde esas canchas bonaerenses en que se insultaba en lunfardo en las primeras décadas del siglo XX hasta nuestros días, la cotidianidad del improperio ha motivado que, para no incurrir en rutinas plomizas, los aficionados se esforzasen en acuñar nuevos términos, cada vez más desbocados y tremebundos. De ahí hallazgos que pasman al mundo como “asustador de niños”, “cementerio de canelones”, “saco de hormonas”, “tobogán de piojos”, “cortocircuito hablante”, “tatuaje de cromo de bollycao”, “azote de choripanes”, “genocida de oxígeno”, “recipiente grasiento de enfermedades venéreas”, “excremento líquido de la naturaleza” o los más castizos “cheto”, “atorrante”, “sorete” o “croto”.

Insulta, que algo queda

Pablo Marchetti indaga en las raíces de tan peculiar fenómeno en su imperdible ensayo Puto el que lo lee. Diccionario argentino de insultos, injurias e improperios. Para Marchetti, resulta incuestionable que el aficionado argentino concibe la cancha de fútbol como “un lugar hecho para insultar”, para perpetrar en él una especie de exorcismo verbal cuyo objetivo último es “descargar un montón de tensiones”.

Retrato de Francisco de Quevedo realizado por Juan van der Hamen a mediados del siglo XVII.
Retrato de Francisco de Quevedo realizado por Juan van der Hamen a mediados del siglo XVII.

En su opinión, el insulto creativo, no trivial, el que es fruto del ingenio y persigue menos la ofensa que el desahogo y la complicidad ajena, merece ser reivindicado, aunque sea con las necesarias reservas. “No hay sociedad, cultura o civilización en la historia de la humanidad que no haya tenido insultos”, se afirma en su libro. “Desde la prehistoria hasta nuestros días, mujeres y hombres han necesitado de estas descalificaciones entre burlonas y violentas para descomprimir conflictos y continuar después con los quehaceres cotidianos”.

Más allá del fútbol y de la incomparable constelación de imprecadores argentinos, el castellano es una lengua pródiga en insultos. Aunque en ocasiones pueda parecer que España, la patria de Francisco de Quevedo, ha sufrido una brusca regresión y lleva ya varias décadas atascada en la tríada de dicterios básicos (“hijo de puta”, “cabrón” y “gilipollas”), no puede decirse que nos falten recursos ni tradición a la hora de insultar con elegancia, creatividad y gracejo.

El escritor y lingüista barcelonés José Antonio Millán tiene en su página web una sección bautizada como Miscelánea en torno al insulto en la que se pasa revista a tan rico acervo popular. Millán rastrea ya en el citado Quevedo (tal vez uno de los terrícolas que más y mejor han insultado en verso, con permiso de Jay-Z o Bob Dylan) invectivas deliciosas como “costalazo de carbón” o “calderazo de lejía”. También de fuentes literarias del Siglo de Oro proceden perlas de estercolero como “despecho del arnés”, “escaravajón” o “perrengue”.

De ahí tiende un puente a los modernos concursos digitales de insultos entre escritores, en los que se producen hallazgos dignos de la Argentina más canchera, como este delicioso intercambio: “–¿Es un bigote o te estás comiendo una rata? – Pues tú eres tan feo que tu madre tuvo que darte de comer con un tirachinas”.

Tontos, zafios, malvados y cobardes

Millán traza una muy completa taxonomía del insulto dividida en cuatro ejes principales: a la inteligencia (de adoquín a merluzo pasando por molondro, moscatel o muérgano), a la educación (golfo, gañán, burdo, barriobajero), a la bondad (truhan, bellaco, facineroso) y a la valentía (cobarde, cagón, mandilón, gallina). Al lingüista le fascinan muy especialmente los 150 formas de decir “tonto” que pueden obtenerse haciendo uso de la opción de búsqueda múltiple del Diccionario de la Real Academia, un surtido del que forma parte palabras con sabor a vino turbio añejo como “panarra”, “salame”, “chango”, “tolondrón”, “zamarra”, “gaznápiro” o “zamacuco”.

Bob Dylan, una de las personas que mejor ha insultado en verso, durante una actuación en 1969 en Tennessee.
Bob Dylan, una de las personas que mejor ha insultado en verso, durante una actuación en 1969 en Tennessee.Michael Ochs Archives

Otro experto en este fascinante negociado, el periodista y académico murciano Pancracio Celdrán, publicó en 2011 la versión definitiva de su Inventario general de insultos. Celdrán recopila un millar de muy contrastadas acepciones e ilustra cada una de ellas con etimologías, referencias literarias y anécdotas. Mención especial le merecen personajes reales o ficticios que forman parte “del rico campo semántico del tonto”, de Abundio a Pichote pasando por el Cojo Clavijo, Cardoso o el celebérrimo Perico de los Palotes.

El propio Celdrán citaba entre sus improperios preferidos platos de gourmet como “dondorondón”, “gándido”, “viceberzas”, “guarripanda” o “culichichi”. A juzgar por su inventario, e intentando ejercer por un día de aficionado al fútbol argentino, a un árbitro nefasto se le podría dedicar la voz valenciana “chiquilicuatre”, sinónimo de “zascandil”, “pelanas”, “muerto de hambre” o “don nadie”. A un delantero indolente se le podría calificar de “zangón”, “huevón” o “vagoneta”. Y un defensa poco contundente, de “alfeñique”, “piltrafa”, “guiñapo” o “tirillas”.

Algunas de sus sugerencias se han incorporado ya al léxico futbolístico gracias a divulgadores como el periodista radiofónico José María García. Es el caso de “tuercebotas”, “marrullero”, “tronco”, “tocho”, “leño”, “ladrillo” o el impagable “abrazafarolas”. Explicaba Celdrán que el insulto es siempre “un asalto, un ataque, un acometimiento”. Un acto hostil que puede producirse en tres grados distintos: la insolencia, el improperio y la injuria, y que puede convertirse en ofensa cuando es desproporcionado o inmerecido.

Lo fundamental es que se trata de un arma arrojadiza que “en el temperamento hispano aflora con frecuencia en ambiente y caso jocosos”, para provocar más la risa que el ultraje. Como tal, constituye “una de las formas más fértiles de mostrar ingenio quien lo tuviere”, aunque también “la oportunidad de exhibir su mala índole o mala baba” en el caso del que es “radicalmente malo y cruel”. En España se ha insultado desde tiempos inmemoriales por ambos motivos y con una profusión y una riqueza a la altura de las primeras potencias mundiales de la injuria verbal. Si a estas alturas del siglo XXI no podemos competir ya con la pirotecnia argentina será tal vez por falta de motivación o de acritud, pero no de herramientas lingüísticas.

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