A las seis y media de la tarde del domingo 12 de febrero, Ester Armela ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse de la ciudad turca de Alejandreta. De repente, escuchó: “¡Salida! Preparaos, que nos vamos”. Era Annika Coll, la jefa de la Unidad de Emergencia y Respuesta Inmediata de la Comunidad de Madrid (Ericam). Ester y las otras 39 personas que han formado el contingente español de este grupo de rescate permanecían en Turquía desde el martes anterior. Habían podido salvar a un hombre y empezaban a perder la esperanza de encontrar a más personas con vida bajo los escombros de esta localidad de unos 250.000 habitantes, una de las más afectadas por los terremotos. Pero la tarde de aquel domingo, los equipos de rescate turcos dieron la voz de alarma sobre una víctima que posiblemente siguiera viva.
Rápidamente, Ester Armela se puso su traje e hizo el trayecto de 15 minutos en autobús desde su tienda de campaña hasta el lugar donde podía encontrarse la víctima. Una vez allí, la llevaron hasta un agujero oscuro. “Me dijeron que ahí dentro podría haber una persona viva”, recuerda ya en la sede de Ericam en Madrid esta médica de 42 años. “Yo no veía nada, pero cuando metí mi mano noté la mano de una persona. No estaba fría, pero sí algo entumecida, y me costó agarrarla. Pero había esperanza. En el momento en que le puse el pulsioxímetro para medir sus constantes vitales, me agarró”. Es el primer recuerdo que conserva del rescate de G., una mujer de 50 años que llevaba resistiendo bajo los escombros casi siete días, un total de 144 horas. “Todavía hoy siento escalofríos al recordar la sensación que tuve cuando supe que estaba viva”, asegura.
Al principio, al introducir una linterna en aquel hueco, pudo observar que todavía respiraba porque su espalda se movía. Llevaba siete días sin comer ni beber, respirando boca abajo. Cuando comenzó el terremoto en la madrugada del lunes, 6 de febrero, G. quedó sepultada bajo el techo de la entrada de su dormitorio. Había podido sobrevivir gracias a que se encontraba en un “hueco de vida”, como llaman los especialistas a los espacios que se forman entre los escombros. Sus dos hijas y su marido, sin embargo, no tuvieron la misma suerte. Él reaccionó a un impulso instintivo y fue a recoger a las niñas cuando sintió los temblores, pero los tres fueron aplastados en el pasillo principal de la casa. Solo G. sobrevivió. Las tres horas que duró su rescate, se comunicó con quienes la atendieron únicamente a través de su mano.
Poco a poco, los bomberos iban agrandando el agujero. “Fue en ese momento cuando la escuché hablar por primera vez. Hasta entonces me había agarrado la mano y la había visto respirar, pero aún no había oído su voz”, rememora Ester Armela. Cuanto más se abría el hueco, más quería moverse, por lo que los sanitarios que había en el lugar tuvieron que aplicarle tranquilizantes. A veces asentía y emitía algún sonido, pero se ponía muy nerviosa cada vez que se quitaban más escombros. Con el paso de las horas, la imagen de su mano era cada vez más completa. Hasta que apareció su muñeca. No obstante, al estar tan deshidratada, no podían suministrarle nutrientes con una vía intravenosa. “Tuvo que ser una vía intraósea”, indica la médica, mientras se señala su propia muñeca con su dedo índice. A través de ese canal fluían los medicamentos y el agua para mantenerla con vida. “Para que los sueros que le poníamos permanecieran calientes, los guardábamos dentro de nuestro mono de trabajo, pegados a nuestro pecho”, recuerda la sanitaria.
El bombero madrileño Raúl Loro recuerda el “barullo bestial” que había en la zona en la que estaba la víctima. Son las condiciones en las que se llevó a cabo el rescate: ruido, camiones, ambulancias, y, sobre todo, muchísima gente. “Aunque lo que más impone cuando estás trabajando allí es el olor de los cadáveres”, dice Loro, de 49 años, para quien el terremoto de Turquía ha sido su primera misión de estas características. Al relatar sus días allí, tiene que parar de vez en cuando de hablar para secarse las lágrimas: “Me acordaba mucho de mi hijo de 10 años. Cada vez que veía algún niño en el lugar, recordaba su cara”.
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A las 10 de la noche, más de tres horas después de su localización, G. dejó de ser solo un brazo asomado de los escombros. Por fin la sacaron de aquel agujero. Con mucha delicadeza, la tumbaron en una tabla. Su rostro estaba lleno de suciedad y legañas, y tenía muchas heridas en el cuerpo, que ya habían llenado su piel de úlceras. Ester Armela aún recuerda la impresión que le dio ver lo oscura y espesa que era su sangre. “No fluía”, comenta. Aun así, insiste en que tenía muchas ganas de ver su cara, mirar cómo era la mujer que le había agarrado la mano tantas horas: “Eso es algo que te llega”. De camino al hospital, le acariciaba el rostro: “Le quería mostrar mi apoyo y cariño”, recuerda la médica Ester Armela, emocionada.
Pero el rescate no había terminado aún. No bastaba con recuperar el cuerpo con vida, también había que salvar sus recuerdos. La madrugada del lunes, Juan Carlos Galán, de 54 años, y su perra Uma detectaron los cuerpos sin vida de sus hijas y de su marido. “Estaba escarbando en el lugar y saqué las fotos de la boda de esta mujer. Eso me impactó, no podía mirarlas. No sé por qué, pero tuve que apartar la vista de esas imágenes”, recuerda Galán. “A esa mujer, que supongo que se recuperará, ¿qué le queda, las fotos?”, se pregunta, mientras agacha la cabeza.
Fueron nueve días los que estuvo allí el equipo de Ericam. Nueve días de frío, tensión, cansancio y falta de sueño. Y, aunque el viaje de regreso a Madrid fue el más cómodo de todos, no lo son tanto los recuerdos que trajeron del horror. Con todo, los tres entrevistados están orgullosos de haber participado en esta misión. Juan Carlos Galán argumenta así lo gratificante que es este trabajo para él: “A las víctimas, lo único que les queda es que mi perro ladre e indique algo. Si no, luego pasan las máquinas y arrasan con todo”.
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