Hubo un tramo vital en el que a John Wall se le atragantó su propia existencia. De forma cruda y honesta lo reconocería él mismo posteriormente. Fue una época oscura, en la que la depresión ejerció como implacable demonio que, posado en su hombro, le susurraba que su viaje debía terminar. Incluso que aquello era lo mejor. A punto estuvo de ceder.
A Wall, que durante los meses de abril y mayo de 2017 paladeaba el hito de sentirse uno de los mejores bases del mundo, icono respetado sobre la cancha y agasajado a todos los niveles fuera de ella (firmaría, meses antes, un suculento contrato con los Wizards por valor de 170 millones de dólares), se le apagaba la llama solo dos años y medio más tarde, cuando el fallecimiento de su madre, Frances Pulley, víctima de cáncer, generó un agujero de imposible digestión.
“Marcaba su número para hablar con ella incluso sabiendo que ya no estaba”, confesaba el jugador en una carta en The Players’ Tribune. En el fondo Wall se agarraba a uno de los hábitos más robustos de su vida, el contacto con su madre, con la única esperanza de escuchar aquel buzón de voz que le insuflaba un brote de vida antes de golpearle aún más fuerte.
Su madre lo fue todo para él, más aún considerando que a su padre básicamente solo le conoció entre rejas. Cuando John daba sus primeros pasos, su padre –también llamado John- ya estaba en prisión. Allí le visitaría periódicamente mientras crecía. Cuando el niño tenía nueve años, a su padre –aquejado de cáncer- le dejaron salir… para perder la vida. El recuerdo de encontrarse con él sabiendo que sería la última vez aún retumba en sus entrañas.
La situación vital hizo que su madre ejerciese de sostén, en lo emocional y en lo material. Porque con tres trabajos de forma simultánea mantenía a la familia –él y sus dos hermanas-, con el anhelo de que sus hijos tuvieran en el futuro unas oportunidades de las que ella no dispuso. Fue ella quien costeaba los torneos del circuito amateur. Fue ella quien calmaba la ira de aquel chico que, como adolescente, pagaba con el mundo la incapacidad de entenderse a él mismo. Fue ella, en definitiva, la persona que completó cada carencia de John.
Su marcha dejó un vacío irreparable. Y su marcha se unió, para colmo, a la desaparición del otro gran refugio que siempre tuvo. Ese que siempre estuvo ahí, al rescate de casi todo: el baloncesto. A finales de 2018 a John Wall se le detectó una lesión en el talón izquierdo que, tras complicarse a raíz de la primera intervención, acabó resultando devastadora después de que, en un accidente doméstico, se rompiera el Aquiles de ese mismo pie.
Wall estaría dos años sin disputar un partido NBA. En ese tramo, perdió a su madre, su brújula vital. Y públicamente pasó a convertirse más que en un jugador en un contrato tóxico que nadie parecía querer. El antaño mesías de los Wizards había pasado a ser repudiado, hasta el punto de ser traspasado por la franquicia de su vida. “Aquello me destrozó”, revelaría después.
Los fantasmas exprimieron su ánimo hasta dejarlo tiritando, al borde del abismo hasta aquella mañana en la que entendió que o pedía ayuda o se quedaba en el camino. La resurrección de John Wall comenzaría entonces. La terapia le ayudó a cicatrizar sin hemorragias. La paz mental a focalizar su energía en su esposa, su hijo y reencontrarse con el baloncesto.
Tras aquella breve aventura en Houston, destino de su traspaso, John Wall no disputó un solo encuentro NBA la pasada temporada, por entender la franquicia texana que su fase de proyecto necesitaba dotar de oportunidades a los jóvenes más que a un veterano con asteriscos, tanto físicos –por su larga inactividad- como económicos –por la alargada sombra de su voluminoso contrato-.
Después de haber jugado apenas cuarenta partidos en tres años, los Clippers acudieron al rescate de Wall el pasado verano. Previa rescisión de su acuerdo con los Rockets, el conjunto angelino facilitó una oportunidad al base: integraría una de las rotaciones más profundas y talentosas de la Liga. Partiendo de un rol secundario, la presión no atenazaría. Y con la confianza tanto del cuerpo técnico, encabezado por Tyronn Lue, como del núcleo duro del vestuario –mantiene una gran amistad con Paul George-, podría encontrar la ansiada continuidad perdida.
El resultado está rebasando cualquier expectativa previa. John Wall no ha tardado en hacerse pieza importante en unos Clippers que, pese al tibio arranque de curso marcado por los problemas físicos tanto del citado George como de Kawhi Leonard, siguen apareciendo como uno de los principales candidatos al trono del Oeste.
Se le ve fino, valiente y lúcido. Con detalles de aquel cohete que, imparable en transición, encontraba compañeros libres con una brillantez al alcance de muy pocos. Wall vuelve a sonreír sobre la pista, se vuelve a sentir jugador.
Al final las letras que, en forma de tinta, visten su espalda con el lema Dear Mama [Querida Mamá] revelan un homenaje póstumo a su madre. Pero son los hechos, haber recuperado el rumbo de una vida que parecía quebrada, los que brindan los mejores honores a su memoria.
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