Muchos estudios han mostrado que en los países donde la desigualdad de género es mayor, las mujeres tienen más riesgo de sufrir enfermedades mentales y suelen tener menos éxito en los estudios que los hombres. El cerebro de una persona, como la cantidad de grasa acumulada en la barriga o la fuerza de los músculos, cambia con las circunstancias del entorno, aunque a veces, ocultas por el cráneo, esas transformaciones no parezcan tan evidentes. En China, por ejemplo, se ha observado que la demencia es mayor entre las mujeres que entre los hombres, y se ha identificado la falta de ejercicio o el analfabetismo como factores de riesgo para sufrir este tipo de enfermedad.
Para comprobar si las circunstancias de mayor o menor desigualdad entre sexos se relaciona con diferencias en la estructura del cerebro de hombres y mujeres, un grupo internacional de científicos tomó casi 8.000 imágenes por resonancia magnética de personas de 29 países. En un artículo que ha publicado la revista PNAS afirman que en los países con mayor igualdad de género, medida con el Índice de Desigualdad de Género y el Índice de Brecha de Género, no se observaron diferencias significativas entre los cerebros de unos y otros. Sin embargo, donde había una mayor desigualdad, vieron que el grosor del lado derecho de la corteza cerebral era menor en las mujeres.
Los autores reconocen la complejidad de los índices de desigualdad de género que a su vez interactúan con diferentes mecanismos biológicos, pero tienen hipótesis para explicar sus observaciones. La corteza cingulada anterior y la orbitofrontal, donde se encontraron diferencias de grosor, se han relacionado con respuestas a la desigualdad o resistencia a la adversidad. Además, se han visto cambios en estas regiones en dolencias donde el estrés se considera un mecanismo central y se ha visto cómo adelgaza durante la depresión o se reduce por el estrés postraumático.
Nicolás Crossley, profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile y coautor del estudio, explica que este tipo de trabajos apuntan a un efecto observable de la desigualdad de género en el cerebro en las personas que se ven expuestas a una subordinación permanente e incluso a la violencia física. Aunque el estudio no establece una relación de causalidad, y “estos resultados no son necesarios para defender que la desigualdad de género está mal”, cree que puede dar peso a los argumentos a favor de políticas que reduzcan la desigualdad. “En todas las legislaciones, cuando hay un acto de violencia, si ese acto está asociado a cambios visuales y significativos en el otro, la gravedad de la violencia se considera mayor. Con nuestro trabajo, en cierta forma, demostramos que existe un daño real producto de la inequidad de género”, defiende.
Origen de las diferencias
Para Crossley, estos resultados también pueden influir en las ideas sobre el origen de las diferencias entre hombres y mujeres que se encuentran en las sociedades de todo el mundo: “Hay gente que defiende que estas diferencias en los roles sociales son fruto de las diferencias biológicas y aquí mostramos que algunas de esas diferencias pueden cambiar por el ambiente social”. Además de influir en la forma de ver el origen de las desigualdades, los autores, en una frase cuestionada por otros colegas que no han participado en el estudio, afirman en la introducción de su artículo que sus resultados “proporcionan pruebas iniciales para unas políticas para la igualdad de género informadas por la neurociencia”. Según el investigador chileno, la capacidad para medir cambios cerebrales y relacionarlos con modificaciones de las políticas de género puede servir para “hacer un seguimiento sobre cómo se reflejan en estas mediciones cerebrales ciertas intervenciones públicas o decirnos en qué momentos críticos del desarrollo de una persona es más importante aplicar unas políticas públicas”.
Bruce Wexler, profesor de la Universidad de Yale, cree que “lo más sorprendente habría sido que los investigadores no hubiesen encontrado diferencias en los cerebros de hombres y mujeres allí donde las mujeres tienen trabajos mucho menos estimulantes intelectualmente, han tenido poco acceso a la educación o no son incentivadas para realizar actividad física”. “Además, en esos países, se ven sometidas a violencia, que ya sabemos que puede afectar al volumen del cerebro, y los datos citados por los autores mostrando más depresión y otros problemas de salud mental deben significar que hay cambios en la función cerebral y en algún nivel de la estructura del cerebro”, explica Wexler. Es autor del libro Cerebro y cultura (Brain and Culture), en el que explora las sinergias entre la neuroplasticidad humana y el hecho de que los humanos cambian su entorno que, a su vez, cambia sus cerebros.
Wexler cuestiona que la afirmación de los autores sobre el valor de sus resultados para fomentar políticas de igualdad se sustente. Cree que, “aunque las resonancias, por esa capacidad de medir el cerebro, puedan impresionar a algunas personas y moverlas a actuar, otra gente puede afirmar con razón que esta tecnología no cambia nada en la necesidad de afrontar la desigualdad, que ya se justifica por muchos motivos”. En resumen, el investigador es escéptico sobre la posibilidad de cambiar la opinión de los políticos o del público con resultados como los de este estudio, pese a su mérito científico.
María Ruz, directora del Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento de la Universidad de Granada, alaba que el estudio haya incluido a una gran cantidad de participantes, pero cree que la interpretación de los resultados no es sencilla. “Que se asocie un mayor o menor grosor cortical a algún tipo de daño no me parece correcto”, afirma. “En el hipocampo, del que hablan en la introducción, se ha visto variación en el tamaño por estrés, pero ellos no ven el efecto en el hipocampo”, explica. “Una cosa que creo que hacen muy bien es dejar claro que el cerebro es plástico y cambia con variables socioculturales. Pero la asociación entre regiones cerebrales y funciones mentales es mucho más compleja de lo que la gente se imagina”, apunta. “Las áreas que encuentran se han asociado a las funciones que mencionan, pero también a otras muchas otras, y un mayor o menor grosor en esa región del cerebro no es algo necesariamente negativo.”, concluye.
Pese a la importancia de reconocer cómo el cerebro explica el comportamiento humano, los expertos también advierten de la equivocación que supone utilizar medidas aparentemente objetivas de un órgano —sobre el que aún se desconoce mucho— para sacar conclusiones sociales o políticas desmesuradas. Los propios autores apuntan a la necesidad de nuevos estudios, como algunos que observen a grupos humanos cuyos niveles de desigualdad hayan variado a lo largo del tiempo para empezar a entender los motivos de las diferencias observadas.
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