No fue una noticia inesperada. Por el contrario, todo el país llevaba casi dos años convertido en una inquietante sala de espera. Su enfermedad había sido un enigma cuidadosamente administrado, la nueva telenovela nacional. Un culebrón por entregas diarias cargado de sobresaltos sentimentales, lleno de rumores, chismes y especulaciones, siempre avanzando entre falsos suspensos y esperanzas provisionales. Chávez, incluso en su agonía, siguió siendo un espectáculo.
Cuando Nicolás Maduro apareció en la televisión con expresión sombría y rodeado de militares, ningún anuncio podía ser ya una primicia. El entonces vicepresidente de la república, mucho más delgado y vestido de civil, confirmó con voz entrecortada que finalmente el cáncer había vencido. Un extraño hechizo se instaló en el país. Había mucho dolor entre sus seguidores. El resto de la población mantuvo un atento respeto. También, por supuesto, hubo quienes en secreto celebraron. Pero, en general, se impuso una particular sensación de común orfandad. Chávez había logrado que la mayoría de los venezolanos nos engancháramos emocionalmente con él. A favor o en contra y en muy distintos niveles, pero ese lazo era innegable. Y su ausencia producía una enorme ansiedad. Como si de pronto nos hubiera raptado un temor, la incertidumbre de no saber qué podríamos hacernos unos a otros ahora que estábamos solos.
El funeral fue apoteósico. Chávez había sacado provecho político de su enfermedad, construyendo una religión y sacralizando su imagen. Públicamente, en una transmisión de radio y televisión, incluso le había hablado de forma directa a Dios, ofreciéndose en sacrificio por el pueblo. Una inmensa industria de culto anunciaba que la imagen del “Comandante Eterno” se proyectaría imbatible hasta el infinito. Una década después, sin embargo, las comillas y las mayúsculas se han diluido. El llamado chavismo sin Chávez ya ni siquiera se llama así. La liturgia no existe.
Por supuesto que hoy habrá diversas celebraciones. La maquinaria del partido —el Estado y sus instituciones— organizará una ceremonia oficial, un ritual devoto con participación popular y militar. La retórica bolivariana despertará brevemente y, por algunos momentos, flotará en el aire el antiguo idioma del socialismo del siglo XXI. Hoy será un día revolucionario. Pero mañana el país regresará a su realidad, a una historia donde el nombre y la imagen de Chávez está cada vez menos presente. No se trata de una traición a su proyecto. Su obra sigue intacta. Y el país continúa hundido en las consecuencias de su modelo. Pero ahora simbólicamente su figura se ha vuelto prescindible. Sin comillas. Sin mayúsculas: el comandante eterno es efímero.
En Ñamérica, libro imprescindible para mirar y pensar hoy nuestro continente, Martín Caparrós sostiene que la novedad es nuestro mito fundador y permanente. Siempre nos sentimos ante la posibilidad de crear el mundo nuevo. Con un enorme talento comunicacional y aprovechando la ceguera suicida de las élites económicas y políticas de la época, Hugo Chávez construyó un relato tan sencillo como eficaz: él era la encarnación del pueblo pobre, su representación, ante la violencia de los poderosos. Este relato —llamado Revolución— no era nada nuevo. Pero nos sonó novedoso. Y fue un fracaso monumental, un espejismo sostenido por el alto precio del petróleo y por la capacidad de Chávez como showman. El balance posterior sin embargo es escalofriante: un país destruido, sin instituciones y sin política, con una enorme desigualdad, controlado por una nueva élite que mantiene a la gran mayoría en situación de pobreza y con una población migrante de más de 7 millones de personas. Las banderas originarias del chavismo ahora dan grima: cerca de un millón de millones de dólares devorados por la corrupción y un juicio por crímenes de lesa humanidad en las cortes internacionales por la represión salvaje, las torturas y las ejecuciones extrajudiciales en contra de la población civil. La violencia de los poderosos. La revolución trabucada en un espejo aún más perverso de todo lo que denunció, de todo lo que dijo que combatiría.
Hace pocas semanas, en una entrevista con el periodista Vladimir Villegas, Francisco Arias Cárdenas, compañero de Chávez en el intento de golpe de 1992 y actual embajador de Venezuela en México, confesaba un temor particular: un recuerdo de su infancia, de cuando tras la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, los ciudadanos comenzaron a señalar y a perseguir, con ánimos de linchamiento, a todos aquellos que probablemente habían colaborado como “esbirros” durante la tiranía.
En su lucha contra los otros herederos políticos, Nicolás Maduro ha terminado triunfado, controla la corporación e impone su figura como líder fundamental y permanente. En este camino, Chávez ha pasado a ser cada vez menos un ícono y más una referencia, una cita a pie de página. Pero Maduro no tiene el carisma capaz de sostener el festival de trágicas incongruencias que forman la revolución hoy en día: la aguerrida retórica sobre la sanciones en un país donde se multiplican los “bodegones” (tiendas que venden exclusivos productos importados) o donde se inaugura una agencia de autos Ferrari; la pretendida imagen de un “Presidente Obrero”, mientras se reprimen las marchas de trabajadores que reclaman mejores salarios y se detienen y encarcelan impunemente a líderes sindicales; el discurso de izquierda en una economía dolarizada que promueve y exhibe sin pudor una sociedad cada vez más injusta y desigual; la invocación a la democracia verdadera mientras se implementa un sistema de persecución constante al periodismo independiente y a cualquier tipo de organización popular y civil… En medio de este naufragio, buscando emular el éxito mediático que tenía Chávez, los asesores del presidente han ideado un curioso proyecto comunicacional: Súper Bigote. Es un intento por popularizar a Maduro como un súper héroe que puede aparecer en cualquier lugar y enfrentar y vencer con la gente los problemas de la realidad. Sin embargo, la única diferencia entre el muñeco animado y el personaje real es la gordura y una capa. La comiquita traiciona la lógica de la narrativa de los súper héroes. El dibujito solo delata que el presidente no trabaja, que el Maduro real no hace lo que tiene que hacer.
Diez años después de su muerte, Nicolás Maduro y su Gobierno invierten más esfuerzos y dinero en la promoción heroica de Alex Saab que de Hugo Chávez. Alex Saab no es venezolano. No tiene una carrera política. Solo es un empresario, ligado a los negocios privados del madurismo y detenido en Estados Unidos por lavado de dinero. Este caso emblematiza perfectamente dónde y cómo se encuentra ahora el legado del comandante. Chávez es un mito que sigue muriendo. Que nadie se extrañe si en un futuro no lejano el cuartel de la montaña —el santuario donde reposan sus restos— amanezca un día convertido en un bodegón.
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