Una agricultura climáticamente inteligente para resistir a las turbulencias económicas y sociales | Red de expertos | Planeta Futuro

“Los suelos, origen de los alimentos” es el lema del Día Mundial del Suelo de 2022. Establecida por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2014, esta fecha intenta crear conciencia de la importancia de este recurso esencial para la vida humana en el planeta y que demasiado a menudo damos por descontado. Este es un grave error que se une a muchos otros, en lo que el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, ha llegado a calificar de “guerra suicida contra la naturaleza”.

El suelo es la cuna de hasta el 95% de los alimentos que se consumen en el planeta. Es un elemento clave para nuestra supervivencia, pero no le prestamos atención porque creemos que, como el aire o el agua, es algo que siempre va a estar ahí y que se renueva sin problemas, pero no es así. Según datos de la ONU, solo la salinización, —el aumento de los niveles de sal en el suelo— inhabilita cada año 1,5 millones de hectáreas de tierras agrícolas.

La agricultura y la ganadería no solo sufren el cambio climático, sino que contribuyen a su existencia con alrededor del 11% de las emisiones globales de gases invernadero

El suelo alberga grandes recursos naturales: hay más organismos vivos en una cuchara sopera de suelo que gente viviendo en el planeta tierra. Sin embargo, el aumento de la presión sobre los recursos naturales para alimentar a la humanidad representa una amenaza creciente para este.

Se estima que en 2050 necesitaremos producir un 60% más de alimentos para alimentar a la población mundial. Sin embargo, el aumento de la temperatura del planeta y los fenómenos asociados a ella, como la pérdida de biodiversidad, la salinización y otros, hacen que la capacidad de producción de alimentos disminuya. Por cada grado que aumente la temperatura de la tierra, esa capacidad disminuirá en al menos un 5%. Además, la agricultura y la ganadería no solo sufren el cambio climático, sino que contribuyen a su existencia con alrededor del 11% de las emisiones globales de gases invernadero.

Estos datos son la base de la conclusión principal de la Cumbre sobre los Sistemas Alimentarios de Naciones Unidas en 2021: dichos sistemas alimentarios —la forma en que producimos, procesamos, distribuimos y consumimos alimentos— están en crisis y necesitan una profunda reforma para hacerlos sostenibles, es decir, capaces de seguir produciendo en un contexto de cambio climático; y para ser resilientes —que tengan la capacidad de resistir a los impactos económicos como los de la guerra de Ucrania—.

El suelo es la cuna de hasta el 95% de los alimentos que se consumen en el planeta. Es un elemento clave para nuestra supervivencia

Para la reforma de los sistemas alimentarios necesitamos una voluntad política que se tiene que traducir en inversiones que posibiliten el cambio, como la financiación a investigaciones que permitan desarrollar una agricultura natural y orgánica que haga un uso cuidadoso y sostenible del suelo.

Esa nueva agricultura, que los técnicos denominan agricultura climáticamente inteligente, será también una agricultura más resiliente a turbulencias económicas y sociales. Además, sería menos dependiente de los fertilizantes sintéticos elaborados a fase de nitrógeno y fósforo.

Es decir, si cuidáramos mejor de nuestros suelos, nuestra agricultura no dependería de la producción de fertilizantes en Rusia y en Ucrania, y la guerra que se desarrolla en estos no supondría un riesgo tan elevado para garantizar la seguridad alimentaria global. Y, concretamente, la seguridad alimentaria de América Latina y el Caribe, donde el precio de los fertilizantes químicos se ha llegado a duplicar a raíz del conflicto, con el consiguiente impacto en el aumento del precio de la canasta básica de alimentos.

El suelo alberga grandes recursos naturales: hay más organismos vivos en una cuchara sopera de suelo que gente viviendo en el planeta tierra.

El trabajo de instituciones de investigación científica como el CGIAR posibilita desarrollar desde semillas mejoradas a nuevos métodos de cultivo y buenas prácticas que contribuyan a cuidar de la salud de los suelos y garantizar así la resiliencia y la sostenibilidad de los sistemas y actores agroalimentarios.

Pero para que estas innovaciones científicas se conviertan en proyectos concretos, prácticos y aplicables, y que trasciendan del laboratorio a la granja, es crucial crear cadenas de transmisión del conocimiento científico que sean sólidas y en las que no le falte ningún eslabón, es decir: ningún socio.

Eso quiere decir que el trabajo de las instituciones científicas tiene que estar conectado con las organizaciones de productores, el sector privado, la academia y, sobre todo, los gobiernos, que pueden determinar que una buena práctica agrícola o una semilla mejorada esté al alcance de cualquier agricultor gracias a programas de políticas públicas. Necesitamos esa cadena para cuidar efectivamente de nuestros suelos y garantizar que la seguridad alimentaria es un derecho efectivo para todos y no un privilegio para unos pocos.

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