El retraso es tan clamoroso que incluso el Govern habla de “década perdida”. No es el único ámbito en el que ahora pagamos los diez años de inacción en los que se priorizó el espejismo de la independencia y se postergó todo lo demás. Pero el energético es seguramente el que mejor sintetiza la contradicción de priorizar una soberanía de decisión política que ni siquiera la independencia garantiza totalmente, y abandonar al mismo tiempo aquella de la que va a depender el futuro del país: la soberanía energética. Y eso es grave, porque la vía para librarse de la dependencia energética exterior es precisamente disponer de tanta energía renovable como sea posible.
Es cierto que con el llamado impuesto al sol, que penalizaba la instalación de placas fotovoltaicas, y otras medidas claramente destinadas a favorecer a las grandes eléctricas y darles tiempo para tomar posiciones, el marco normativo no era favorable. Pero esa normativa era común para toda España y, por tanto, no explica que mientras en el conjunto del país las energías renovables aportan el 44% de la electricidad que consumimos, con picos de hasta el 60%, en Cataluña apenas aportan alrededor del 14%. De hecho, la solar de Cataluña solo representa el 1% de la energía total, la eólica el 2% y la hidráulica el 11,2%. Y que mientras en España la potencia instalada de renovables llega al 54%, aquí ni siquiera alcanza el 20% contando la importante aportación de la hidráulica.
Ahora se cumple un año de la aprobación del decreto 24/2021 que debía desatascar y acelerar la transición energética. Se ha desatascado, pero los resultados son aún pobres. En lo que llevamos de año se han tramitado cuatro grandes proyectos eólicos y se han aprobado otros siete, que suman en total 355 MW de potencia. Y también es cierto que se está produciendo una eclosión de proyectos de autoconsumo. En este 2022 se han aprobado 25.711, con 208 megavatios (MW) de potencia instalada, el doble de los tramitados desde 1995, pero las 50.000 instalaciones que hay en total quedan aún lejos de los niveles de países como Alemania, y lejos también de las 500.000 que se necesitarían para ayudar a cumplir los objetivos de descarbonización en 2050. Para ir bien se habría de llegar a 12.000 MW de potencia instalada en 2030, es decir, 18 veces más de la que había antes del decreto. Y eso está a la vuelta de la esquina.
El reto que Cataluña tiene por delante es fenomenal, y exige la acción concertada de todos los niveles y actores políticos. Pero también requiere neutralizar la idea de que todo eso es posible sin costes, sin alterar el paisaje. Una parte de la oposición a los megaproyectos eólicos podía estar justificada por la forma prepotente y extractivista con que los plantean los grandes grupos inversores, para los que la energía renovable solo es un nuevo negocio en el que el paisaje y sus habitantes importan bien poco. Pero la actual normativa da herramientas a la comunidad local para promover, intervenir y participar en un modelo de energía renovable participada y distribuida. Justificar la oposición solo en argumentos paisajísticos resulta poco serio dada la gravedad del problema.
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