Juan tiene 11 años. Ha visto todos los partidos del Mundial de Qatar junto a sus compañeros de escuela. Antes del partido contra México, donde la selección de Argentina, derrotada por Arabia Saudí, se jugaba la permanencia, se envolvió en una bandera celeste y blanca, tomó una copa del Mundo de plástico y rezó con los ojos cerrados ante un pequeño altar. No había Cristo alguno entre las velas encendidas: solo una estampita diseñada para la ocasión en el que un Maradona con aura soleada sostenía con las dos manos el trofeo dorado. Lo que siguió ya es historia: Argentina ganó aquel partido y todos los que le siguieron, en una curva ascendente que terminó este domingo con el triunfo definitivo. Juan reemplazará ahora la estampita de Maradona por una de Messi.
El recorrido ritual de ese niño de 11 años ha sido también social. Los argentinos llevan cuatro semanas de reconstrucción colectiva, abrazados sin fisuras al fútbol. Tienen un nuevo dios pagano, Lionel Messi, salvada su alma en los nuevos altares que, no hay duda de ello, se multiplicarán en muros, bares, calles oscuras de barrio, escuelas. “Este país es una mierda” es una frase recurrente en las conversaciones entre argentinos. Pero lo que los políticos llevan años demoliendo con esmero lo ha reconstruido el fútbol en solo un mes: hay ahora una renovada fe en el futuro tras los incesantes ciclos de derrota y autoflagelación.
Es un lugar común en Argentina compararse con Australia. A principios del siglo pasado, las similitudes entre ambos países eran notables: un per cápita casi calcado, el mismo clima, los mismos campos fértiles, el mismo éxito aguardando en el horizonte. Hoy, el ingreso en dólares de los australianos multiplica por seis al de los argentinos. Según quien hable, Argentina se jodió por la corrupción, el peronismo, los oligarcas, los vagos, los pobres, los ricos, el imperialismo de EE UU, el populismo, el comunismo o el neoliberalismo. Difícil encontrar puntos en común y la polarización abre un abismo. Esta última selección de Messi fue un cemento inesperado. El éxito en Qatar ha abroquelado a los argentinos alrededor de una estrella de perfil bajo, Messi, y un timonel, Lionel Scaloni, que no llama al éxito individual sino al trabajo colectivo. Y la pasión del hincha le puso color a ese trabajo pensado paso a paso, como una comparsa bullanguera que no quiso perderse en el detalle.
Y allí está el valor de lo que ha pasado. Recuperada la pasión perdida, Argentina vivió semanas de creatividad y acciones extremas. Como la de Luciano Franco, 21 años, carnicero, que admite que se endeudó de por vida para ir a ver la final del Mundial. No es rico y su madre, dice, sabe que se romperá el alma en el negocio familiar para devolver el dinero. En la madrugada del viernes pasado, cuando despegaba un vuelo chárter de Aerolíneas Argentinas cargado de hinchas que habían cargado a sus tarjetas de crédito el equivalente a 46 salarios mínimos, desfiló por el aeropuerto de Ezeiza la foto de un país entero. Junto a Franco había familias que habían destinado el valor de un piso a la compra de pasajes, un arquitecto que había llegado el lunes de Qatar y estaba otra vez frente a la puerta de embarque y un joven abogado que pidió un crédito bancario para poder subir al avión.
Mientras tanto en Liniers, a unos 20 kilómetros del aeropuerto, una mujer de 76 años que celebraba los goles en una esquina de casas bajas se convertía en “la abuela la la la”; la letra compuesta por un catequista, sumada a la música de un hit de los noventa, se convertía en himno en las tribunas de Qatar; las plazas de Buenos Aires se llenaban de pantallas gigantes para seguir este Mundial de verano, en una región condenada por una agenda europea a ver los partidos con temperaturas bajo cero; los políticos, por una vez, se convencían de que era mejor no hablar del Mundial para no ser tildado de “mufa”.
“Elijo creer”, decían los memes que circularon como la peste por millones de teléfonos celulares. Fue moda la búsqueda de “coincidencias” de aquella última Copa, la de 1986 con Maradona y su “mano de dios”, hace 36 años, con esta de Qatar. La más repetida: hoy, como ayer, tenemos al mejor del mundo. En un país donde la cantidad de psicólogos por habitante es récord mundial, hubo alguno que incluso se animó a explicar por televisión que la muerte del diez le había quitado a Messi el peso de “superar al padre” en el firmamento de los ídolos.
El fútbol logró, incluso, que bajase la tensión social en un mes que es como la antesala del infierno en Argentina. Todo comenzó en diciembre de 2001, con la crisis del “corralito” bancario y la caída de Fernando de la Rúa. Cinco presidentes se sucedieron entre las vísperas de la Navidad de aquel año y el 1 de enero, cuando el peronismo quedó al frente de la debacle. Hoy es otra vez el peronismo el responsable de administrar la crisis y no le está yendo nada bien. La pobreza alcanza a casi cuatro de cada diez argentinos y la inflación rondará este año el 90%. La dirigente más influyente del país, Cristina Fernández de Kirchner, fue condenada el 6 de diciembre pasado a seis años de prisión por corrupción. Anunció entonces que se bajaba de cualquier papeleta electoral en las elecciones de 2023 y produjo un terremoto político. El peronismo busca ahora en el desierto un nombre que lo salve de una debacle en las urnas; la oposición, atomizada entre moderados y extremistas de derecha, ha perdido el enemigo común que la mantenía unida. Todo eso pasó mientras Messi y sus compañeros hacían historia en Qatar y la pasión argentina entraba en ebullición.
El avance de la Albiceleste mantuvo en un segundo plano las miserias de la política y de los políticos. Y neutralizó las protestas masivas de los grupos piqueteros que a esta altura del año piden una ayuda extraordinaria que compense los ingresos devastados por la disparada del IPC. La semana que viene será Navidad y la próxima el Año Nuevo. El país entrará en enero en el sopor de la temporada alta de las vacaciones de verano, y con algo de suerte la pelota y Messi evitarán sobresaltos. Pero luego, en febrero, o a más tardar en marzo, cuando la realidad se convierta otra vez en calabaza, los problemas, como el dinosaurio de aquel fantástico microrrelato de Augusto Monterroso, todavía estarán allí.
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