Uruguay triplica su cantidad de presos en 20 años y ya tiene la tasa más alta de Sudamérica | Internacional

Una mujer camina frente a la cárcel de Santiago Vázquez, en Motevideo (Uruguay), en marzo de 2021.
Una mujer camina frente a la cárcel de Santiago Vázquez, en Motevideo (Uruguay), en marzo de 2021.Ernesto Ryan (Getty Images)

La sólida estructura social y política que suele exhibir Uruguay se resquebraja en las áreas que conforman su sistema penitenciario. Con cuatro de cada 1.000 uruguayos en prisión, el país tiene la tasa de encarcelamiento más alta de América del Sur y se ubica en el puesto 12 a escala mundial. La población carcelaria se ha triplicado en las dos últimas décadas y crece a un ritmo de un 10% anual, provocando el colapso de parte del sistema, con altos niveles de hacinamiento y violencia interna, según lo refleja el informe de la oficina del Comisionado Parlamentario para el Sistema Penitenciario.

De acuerdo con los datos oficiales, en 2002 Uruguay tenía aproximadamente 5.000 personas privadas de libertad. En 2022, eran casi 14.500. En el país hay 26 establecimientos penitenciarios, con un promedio de ocupación del 123% (123 personas cada 100 plazas), aunque ese porcentaje de hacinamiento crítico se dispara sobre todo en el área metropolitana de Montevideo. El informe detalla que solo un 10% del total de reclusos se encuentra en unidades que reúnen las condiciones y oportunidades de rehabilitación e integración social, un 56% no cuenta con suficientes oportunidades, mientras que un 34% pasa su reclusión en condiciones de “trato cruel, inhumano y degradante”.

“Uruguay tuvo un modelo penitenciario muy notable hasta la época previa a la dictadura (1973-1985). Las cárceles dependían del ministerio de Educación y tenían una guardia penitenciaria que actuaba con mecanismos preventivos de diálogo y reservaba la violencia para los casos extremos”, dice Juan Miguel Petit, comisionado parlamentario penitenciario. Señala que ese modelo fue desmoronándose hasta que fue intervenido por el Ministerio del Interior durante la dictadura y se mantuvo bajo su órbita en democracia. Según Petit, la explosión demográfica carcelaria se explica, en parte, por la aparición y circulación masiva de drogas como la pasta base de cocaína en los años 2000 y las consecuentes formas de exclusión social y criminalidad que esta trajo aparejada.

Dos décadas después, las cárceles uruguayas están superpobladas de jóvenes varones menores de 35 años (el 75% del total), condenados en su mayoría por delitos de hurto, tráfico o venta de estupefacientes y rapiña, con una trayectoria vital marcada por la deserción del sistema educativo y el consumo problemático de drogas. En ese sentido, un informe de ASSE –principal prestador público de salud- indica que las adicciones afectan al 80% de los reclusos, mientras que otro diagnóstico del ministerio de Educación muestra que el 53,5% de los ingresados en 2022 era analfabeto. “Se requiere una especie de unidad de cuidados intensivos para recuperar el tiempo perdido, sanar y transformar”, dice Petit.

Sin embargo, el informe muestra que las respuestas del sistema carcelario uruguayo son deficientes y la reclusión se convierte en un eslabón más de la violencia social que conlleva el delito. En 2021, hubo 224 reclusos heridos graves y otros 45 murieron de forma violenta. La reincidencia es del 60%. “Hay pocos programas, con bajos niveles de cobertura y poca capacidad para diseñar e implementar tratamientos individualizados que atiendan las causas del delito y busque modificarlas”, dice Ana Vigna, socióloga e investigadora especializada en sistema penitenciario. La consecuencia más obvia de esto, añade, es que Uruguay está hipotecando el potencial de generaciones de jóvenes, que no logran salir de un circuito dominado por la violencia, el delito y la cárcel.

Vista exterior de la cárcel de Santiago Vázquez, en Montevideo.
Vista exterior de la cárcel de Santiago Vázquez, en Montevideo. Ernesto Ryan (Getty Images)

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Dentro y fuera del sistema

“Para sobrevivir, tenés que estar todo el día a prepo (con prepotencia). Prepo para comer, prepo para salir al patio, prepo para conseguir un colchón. Cuando salís a la calle, seguís en la misma: prepo, prepo y más prepo”, le comentó un joven recluso a Petit mientras el comisionado recorría un centro penitenciario. “Cuando miramos lo que pasa en el tejido social carcelario, también estamos viendo el mismo tejido relacional de aquellos barrios donde la violencia transformó los mecanismos para alcanzar objetivos”, dice Petit. Ese vivir deprisa, a prepo, busca tapar la angustia de un encierro sin oportunidades y está estrechamente ligado al consumo de drogas que afecta a la mayoría de los reclusos.

“Es fundamental empezar a desarrollar un programa de tratamiento de las adicciones en todo el sistema penitenciario”, remarca Petit. En 2022, solo 344 reclusos participaron en un programa para tratar el uso problemático de drogas, según datos del Instituto Nacional de Rehabilitación.

Los “efectos perversos” de estas condiciones de reclusión no solo se manifiestan en la dinámica cotidiana de los establecimientos carcelarios, acota Vigna, sino que los traspasa y golpea de lleno a la sociedad, sobre todo a las personas vinculadas afectivamente con los reclusos. “Sentimos que estamos pagando por un delito que no cometimos”, sostiene Gabriela Rodríguez, de Familias Presentes, asociación creada en 2022 por familiares de personas privadas de libertad en Uruguay.

Rodríguez sostiene que en varios centros los familiares hacen colas de tres o cuatro horas, con sol o lluvia, frío o calor, para acceder a las visitas, y en muchos casos deben desnudarse íntegramente durante el control por la falta de escáneres. “Es un nivel tremendo de invasión a la intimidad”, afirma. Además, explica que reciben muy poca información de sus familiares recluidos: si están sanos o heridos, si fueron trasladados de celda o de prisión. “Es incomprensible y nos genera sentimientos de mayor angustia e incertidumbre”, añade. Rodríguez se hace eco de la demanda extendida de programas estratégicos de rehabilitación, al tiempo que pide el fin de los encierros permanentes en las celdas, de 24 horas, que afecta a un número significativo de reclusos, incumpliendo las Reglas Mandela que estipulan un mínimo de una hora diaria al aire libre.

La situación de las mujeres

En medio del “agotamiento estructural” que padece el sistema penitenciario, la población privada de libertad ha crecido a un ritmo sostenido de un 10% anual, aunque en el caso particular de las mujeres ese incremento fue de casi un 30%, debido al aumento de las penas por microtráfico de estupefacientes, establecido por ley en 2020. A pesar de eso, explica Vigna, las mujeres privadas de libertad –alrededor de 1.000- siguen siendo minoría en un universo marcadamente masculino. “Por eso muchas veces sus necesidades específicas pasan inadvertidas o son invisibilizadas ante las demandas de la mayoría”, agrega. Además, considera que el uso de medidas alternativas a la privación de libertad sería una respuesta adecuada para determinados perfiles de mujeres en conflicto con la ley, como las involucradas en el llamado narcomenudeo.

Según un informe del comisionado parlamentario, en Uruguay hay unas 15.000 personas con medidas alternativas a la prisión, sobre las cuales, asegura, hay pocos datos disponibles. “Es muy difícil saber cuántas medidas de este tipo hay en funcionamiento, cuánto duran, de qué tipo son, a qué población atienden”, dice Vigna. Escasa información y mucha debilidad institucional: el sistema contaba en 2021 con 86 funcionarios y un solo vehículo en funcionamiento para supervisar a 15.000 personas con penas alternativas en todo el país, de acuerdo con el texto citado.

En 2023, la coalición conservadora que gobierna en Uruguay se ha propuesto revertir esta situación, tal como lo explicita el documento Estrategia de Seguridad Integral y Preventiva, presentado en marzo con la intención de alcanzar un consenso multipartidario para concretar una reforma del sistema penitenciario. En esa dirección, buscará fortalecer el alicaído programa de medidas alternativas y desarrollar un ambicioso plan de atención a los reclusos con adicciones. Petit espera que el sistema político avance en ese sentido. “La urgencia nos devora”, subraya.

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