El hijo oprime frenéticamente las teclas de su teléfono con el afán de subir de nivel en el juego; su hermana adolescente edita la selfi que acaba de tomarse, contrariada por la protuberancia de una nariz que le ha crecido más rápido que los pechos; la madre lee el mensaje de una amiga en el chat Las Azucenas y, mientras escribe, sonríe satisfecha con la agudeza de su respuesta; el padre consulta en su celular los horarios del partido del Real Madrid contra el Barcelona, anticipando estrategias para escaparse sin que su esposa lo inculpe de egoísmo por encerrarse dos horas en el cuarto, a mitad del día. Podría ser la típica escena de sobremesa del desayuno dominical de un hogar de clase media de cualquier país. Con la salvedad que no se encuentran en el comedor de su casa, sino en la terraza de un hotel a diez metros del mar en una mañana esplendorosa.
El padre consiguió un atractivo paquete en una suite de cuatro estrellas, pagadero en 18 mensualidades. Un poco por encima de lo que puede permitirse, pero le ofreció la satisfacción de escuchar el grito de alegría de sus dos hijos cuando descubrieron que, en cada uno de los dos cuartos, había una pantalla de televisión que ofrecía Netflix. Todos podrían seguir viendo la serie a la que cada cual estaba enganchado.
Los cuatro tramitan el desayuno, atentos a sus pantallas y en silencio, ajenos a los restos que yacen en los platos. Habían comido con fruición en los primeros minutos, tras servirse cada cual redundantes platos elegidos del bufé. Ninguno pudo consumir la mitad de lo que se había servido.
Con todo, la más sobria había sido la hija. Esta mañana se vio en el espejo y tuvo que aceptar su propio veredicto: no podría hacerse selfis de cuerpo entero. Semanas antes se había propuesto bajar la preocupante llantita que se había instalado en la cintura, pero ahora se daba cuenta de que el elástico del traje de baño de una pieza la acentuaba. Juzgó que un bikini no mejoraría sus perspectivas, incluso si llegase a convencer a su padre de comprarle uno en la tienda del hotel. Pero su principal preocupación ni siquiera era esa: antes de bajar a desayunar había visto a su madre ponerse con dificultades el traje de baño que debió haber desahuciado años antes; lo que atestiguó ensombreció su ánimo. Las leyes de la herencia habían comenzado a esculpir en su cuerpo la protofigura de su mamá. Pensó en las matrioskas que tenía en la cómoda de su cuarto y se estremeció de espanto al imaginar una pequeña muñeca rusa saliendo del interior de otra idéntica de mayor tamaño.
El padre anunció que había reservado unas tumbonas en la arena y debían instalarse antes de las once. Se había levantado temprano con el pretexto de correr por la playa, aunque se rindió tras un recorrido de cincuenta metros que lo dejó exhausto; encontró que la arena era demasiado pesada y le hacía verse ridículo. Prefirió sentarse a ver pasar algunas bañistas energéticas con la esperanza de contemplar una versión de Bo Derek; lo más que pudo conseguir fue la imagen de una imitación de buchona, resultado de una intervención quirúrgica evidentemente fallida.
Para el mediodía la familia había conseguido hacerse del control de una buena parcela de la playa. Con el pretexto materno de quedarse en la sombra y la excusa adolescente de buscar el sol, sucesivos recorridos y la diseminación de toallas y chanclas les hacían dueños de un predio que defendían con el ahínco de los pueblos originarios. El padre objetó a un joven que desplazó una tumbona al imaginario perímetro de su territorio; la madre exigió a un grupo, dos sombrillas distantes, que bajaran el volumen de su reggaetón.
El aficionado del Barça tomó nota de que su partido estaba por comenzar. Pretextando ir al baño podría con suerte ver la mayor parte del primer tiempo, pero necesitaría otra excusa para ver la segunda mitad. Concluyó que su mejor opción era quemar el recurso digestivo para ver los últimos 25 minutos del partido. Y además no quería separarse demasiado. Había cometido el error de asegurar con su tarjeta los consumos adicionales y su mujer ya iba por la tercera piña colada de precio exorbitante.
A las tres de la tarde los cuatro ya estaban hartos de la playa, pero ninguno se atrevía a decirlo después de semanas de anticipar en voz alta los placeres que les depararía la arena. El chico había intentado meterse al mar, pero estaba lleno de piedras y los restos de sargazo le daban asco. La madre nunca se quitó el albornoz ni salió de la sombra. Se le habría antojado refrescarse entre las débiles olas, pero por ningún motivo le daría el gusto a la lagartona de al lado que exhibía un cuerpo de gimnasio pese a sus 50 años. El padre había hecho angustiantes cálculos de los ceviches y las bebidas consumidas y hacía divisiones para calcular la propina que tendría que dar al mesero sin recibir una mirada incriminadora.
La tarde transcurrió en mejores términos una vez en la habitación. La madre pudo recuperar algunos chats truncados por la débil señal de la playa; el marido zapeó la televisión sin volumen en el vano esfuerzo de ver la repetición de los goles; la adolescente revisó el Instagram de sus amigas y constató con satisfacción que ninguna había subido fotos que les llevaran a pensar que sus vacaciones eran mejores que la de ella; con la debida edición podría postear fotos paradisiacas que las mataran de envidia, por lo pronto la piña colada de su madre había sido muy festejada, gracias al texto agregado: ¡salud Bitches!
Esa noche el padre pidió unas pizzas para el cuarto y los cuatro se sentaron a ver Avatar en la tele. Se sintieron como en casa y, por primera vez en esa vacación, fueron felices. @jorgezepedap