“¿A quién quieres más, Miguel? ¿A Pogacar o a Vingegaard?”, le pregunta uno a Indurain, que espera en el podio del Alto do Castelo, en Rubiá, el momento de coronar de nuevo al danés, etapa solo maillot amarillo sobre los hombros. “Al que gane”, responde el navarro transmutado en gallego, quizás efecto del paisaje de los valles de Valdeorras a sus pies, godellos y mencías, viñas peladas esperando las hojas de la primavera. “¿Pero cuál te gusta más, qué estilo?”, insiste el curioso. “Si es que los dos son iguales. Mira este”, responde el ganador de cinco Tours señalando a Vingegaard, que en esos momentos está haciendo rodillo como lo hacía en el Tour, en la trasera del podio y hablando por teléfono con Trine, su pareja y madre de su hija. “Mira cómo le gusta ganar, tanto como a Pogacar. Ninguno de los dos perdona ni un día. Ganó ayer, ganó hoy y seguramente ganará también mañana, la contrarreloj, aunque Pogacar quizás es un poco más espectacular”.
Y unos minutos después, como por arte de magia, siete Tours se reúnen en el tablado en una aldea remota y dura de Galicia, ante un paisaje que parece ajeno, lejano, cicatrices del incendio forestal que quemó bosques y aldeas en verano cubiertas de blanco, blanca nieve, y parece la Polonia o la Rusia de viejas películas en blanco y negro, y sombras de ciclistas de colores por un camino, subiendo al Alto, en el que a veces se distinguen huellas de grava y brea antiguas. Los cinco de Indurain se suman al de Óscar Pereiro, uno de los promotores de la carrera, y al de Vingegaard, que minutos antes ha ganado, de amarillo, como ganó en Hautacam el pasado Tour, y lo celebra casi tímido, cariñoso, enviando sin más dos besos al aire, uno para su Trine, otro para Frida, su hijita, y no levanta ni un brazo, ganador, solo, después de que un compañero suyo húngaro, llamado apropiadamente Attila y apellidado Valter, exterminara el pelotón, reduciéndolo a su Jonas y a dos más, el portugués Ruben Guerreiro y el guipuzcoano Ion Izagirre. A 1.500 metros se aparta el campeón húngaro, su maillot tricolor, blanco, rojo, verde, y Vingegaard cambia el ritmo, y se va. Le persiguen el portugués y el vasco, a su ritmo, para no quemarse, y parece más fuerte Izagirre, y es más desgraciado, pues en una pequeña cuesta abajo, peligrosa curva, patina y se cae. Y en la meta llora y Vingegaard, apenado, se acerca a consolarle, casi sufriendo el dolor del vasco también en su cuerpo.
En el podio da un sorbo a una botella de godello espumoso y recibe un arbolito, un Carvalho (roble), con cada maillot con que le visten, amarillo, azul, verde, montaña, puntos, que pide que se planten en el bosque quemado para ayudar a su repoblación. “Me han contado lo del incendio y me ha dado mucha pena, qué paisajes más soberbios”, dice. “Sufrí más que en el viacrucis del viernes. El día fue más frío, más duro, y la subida final más dura. No me encontré muy a gusto, pero como había decidido ir a ganar la etapa tuve que ir a por ella. Que bien que gané”.
Es la historia de O Gran Camiño 2023, una carrera en la que se habla tanto de ganadores del Tour y de su futuro y el goce de ver a uno de ellos disputar en su tierra como si le fuera la vida en ganar, como se habla de la nieve que cayó por la noche y del miedo de algunos equipos, de su exigencia de recortar la etapa, de suprimir dos pasos por Santa Mariña, el llamado mortiroliño gallego, tan dura es la montaña es como el puerto italiano, pero en versión abreviada. Y más salvaje, como cuenta el triatleta Iván Raña, de visita en la salida de Esgos, donde la nieve asusta a los ciclistas, y el frío, y la etapa se reduce a 123 kilómetros, poco más de tres horas pedaleando, y a un repecho final. “Me encuentro muy bien de forma”, repite el danés. “Espero poder estar así en la París-Niza, dentro de dos semanas, que intentaré ganar también”. En el camión de meta, los técnicos de serigrafía estampan el nombre su equipo, Jumbo, en el buzo para la contrarreloj final, en Santiago, 18 kilómetros. Parece un buzo de niño pequeño. “Y es más grande de lo que él quiere”, dicen los estampadores. “Nos había pedido una talla XXS, y no tenemos”.
En las calles de A Rúa, a 20 kilómetros de Rubiá, pasquines pegados en las paredes anuncian que se exhibe As Bestas en el cine, y poco después el pelotón pasa rozando Santoalla do Monte, la aldea, casi una ruina, en la que la tragedia sucedió. Terminada su conversación con Trine, Vingegaard se guarda el teléfono en el bolsillo y mientras sigue pedaleando se acerca a charlar con él Ezequiel Mosquera, el inventor de O Gran Camiño. “Me ha dicho que le encanta la carrera, que está disfrutando mucho”, cuenta Mosquera. “Y que contemos con él para el año próximo, que quiere volver”.
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