El brazo izquierdo le cuelga inerte a un lado. A Hugo Arroyo la policía se lo partió en dos cuando dormía en las calles de Tijuana; dice que fue a palos, que no se levantó a tiempo. Han pasado tres años y todavía espera, paciente, una operación que se lo arregle. Mientras, barre, friega, poda los árboles, saca la basura, riega, atornilla, compone lo que se descompone, con un solo brazo: ya se acostumbró a hacer así su trabajo, pero lo del dolor es otra cosa. “Yo creo que por el fentanilo he aguantado yo mi brazo, tenerlo quebrado y andar haciendo como si no tengo nada; el doctor me preguntó si estaba seguro de querer operarme porque eso dolía bien harto, le dije que pues ya más dolor no creo que sea”, comenta con una sonrisa tímida. Arroyo consume fentanilo a diario, como cientos de personas a lo largo de esta frontera. En Estados Unidos, esta droga brutal y escurridiza, 50 veces más potente que la heroína, está detrás de 100.000 muertes cada año. No hay datos oficiales del impacto en México, pero los expertos y las organizaciones insisten: con ella viene la próxima gran crisis de salud pública en el país.
El fentanilo parece una leyenda, un cuento para asustar a los niños. Letal, pero baratísimo, se puede conseguir una dosis por unos 2,5 dólares; engancha con solo probarlo unas cuantas veces, tres dice Uriel, también tres asegura Mari. Una vez dentro, no suelta. El efecto, el rush, dura poco y la malilla, como llaman aquí al síndrome de abstinencia, se extiende rápido: duelen los huesos como si fuera una gripe, la cabeza como si fuera migraña, el estómago como si fuera gastroenteritis. La reacción del cuerpo sin la droga es feroz.
El fentanilo se fuma, se inhala, se inyecta. ¿Cuántas veces? Los que tratan de ganarle tiempo, convierten tres veces al día en un ejemplo de fuerza de voluntad, otros pueden llegar a 10 pinchazos, también a perder la cuenta. Una de las pocas encuestas del Gobierno puso la media en siete. Los que lo consumen han convertido su vida en una carrera contra la siguiente dosis.
“Lo que más me duele, lo que más me pesa, es tener que levantarme en las mañanas y tener que usar fentanilo, forzosamente, porque si no no puedo hacer nada. Los huesos duelen, la mente no deja de pensar en eso, no me concentro. Si no uso yo no puedo hacer nada”, describe Arroyo, de 53 años. Su historia es la de muchos. Nacido en Uruapan, Michoacán, la pobreza le hizo cruzar a Estados Unidos, lo intentó tres veces hasta que se asentó en California. Trabajó en una fábrica y de lavaplatos. “Escalé hasta llegar a cocinero”, cuenta orgulloso. Se juntó, tuvo un hijo. La vida seguía. Tras 20 años en Estados Unidos lo expulsaron por manejar tomando alcohol. Era la tercera vez, fue encarcelado y devuelto en 2013 a un país que ya no conocía. Desde entonces: la espiral.
Se enganchó a la heroína y después a las terapias, a la metadona, a los centros de rehabilitación para salir de ella. Lo consiguió una vez. Trabajaba con una empresa recogiendo la basura en la Plaza Río de Tijuana y decidió poner pausa e internarse. Salió a los tres meses, limpio. Recuperó su trabajo y aguantó un año sin consumir hasta que la compañía quebró. “Me debían seis meses. Eso te parte el suelo: de repente me vi sin un peso, sin un lugar para dormir”, narra con tristeza este hombre amable de ojos grandes. Ya en la calle llegó al fentanilo: “El efecto era como el de la heroína pero mucho más fuerte. La cantidad que tenía que usar era menos, me costaba menos dinero”. Tras el episodio con la policía, lo recibieron para darle atención médica en la organización Prevencasa en 2019. Ellos le han dado un cuarto en el que vivir y un pequeño trabajo de mantenimiento en el centro. “Gracias a que estoy aquí y tengo cosas que hacer no me siento tan presionado en hacerlo otra vez. Allá fuera era una dosis tras otra, una tras otra”.
Una ciudad convertida en laboratorio
A solo unos metros del muro que separa México y EE UU, el patio de Prevencasa se ha convertido en un oasis en Tijuana. En este centro gratuito, especializado en reducción de daños, aquellos que toman drogas reciben información y atención médica, agua limpia, una ducha, tratamiento psicológico y también jeringuillas nuevas, para evitar contagios e infecciones. En esta ciudad de dos cabezas, que habla inglés y español, en la que se reparten pesos y dólares, las personas consumidoras se han vuelto invisibles; sin hogar, dobladas o tiradas en mitad de la calle, son parte del paisaje urbano. La ciudad está plagada de clínicas de rehabilitación, la mayoría privadas, y de organizaciones religiosas que ofrecen el famoso método de 12 pasos. Al mismo tiempo, los grupos del narcotráfico perfeccionan las sustancias: más adictivas, más disponibles.
Los expertos ya no tienen dudas de que Tijuana y sus consumidores han sido utilizados como conejillos de indias del fentanilo. “Tijuana y Ciudad Juárez han funcionado como un laboratorio, para precisar combinaciones, dosis, sobre cómo tratar de ir metiendo el fentanilo en otras drogas”, afirma tajante José Andrés Sumano, investigador sobre narcotráfico y seguridad pública en el Colegio de la Frontera Norte (Colef). La de Tijuana es una de las fronteras más activas del mundo y el epicentro, desde hace años, de los decomisos de fentanilo en México, según los reportes de las autoridades mexicanas.
El rastro de esta droga es internacional. La mayoría de sus precursores —las moléculas que sirven para crearlo— salen de China e India, llegan a México por sus puertos o a través de Guatemala, y aquí se cocinan, se ensamblan y se mandan al norte, a Estados Unidos y Canadá, los mayores consumidores del mundo. En su destino final, el fentanilo no está siendo demandado, generalmente, por sí solo, sino que los carteles lo han metido disfrazado entre cocaína, heroína y cristal. La pregunta se repite: ¿por qué?
“Les conviene hacerlo porque es mucho más rentable, a diferencia de la cocaína que tienen que ir a producirla a la sierra de Colombia o la heroína, que tienen que pasar por el opio y tener grandes plantaciones, el fentanilo lo producen en un laboratorio sencillo, chico, con pocos precursores químicos, no requieren de grandes instalaciones. Tal es su potencia que con un poco de ingrediente activo pueden hacer mucho producto. Es altamente rentable, ganan mucho más dinero con el fentanilo que con la cocaína o la heroína”, explica José Andrés Sumano.
El fentanilo se ha convertido así en una especie de gallina de los huevos de oro para los narcotraficantes, lo que también les permite venderlo mucho más barato: la producción es menos costosa y los riesgos son menores, también pueden transportar menos producto porque genera mucho mayor efecto. Tras esa premisa sencilla se esconden los 200 muertos al día en EE UU por fentanilo. Una gran parte de los afectados estaba consumiendo cocaína o cristal en sus dosis habituales en las que, sin que lo supieran, había fentanilo. “El crimen organizado ha ido aprendiendo, no ha tenido un control muy claro de las dosis, mandan en fentanilo mezclado, pero sin precisión”, incide el investigador del Colef.
La prueba y error ha resultado letal. En EE UU, pero también a este lado de la frontera, donde se realizaron gran parte de los experimentos de ajuste entre la población más vulnerable. “Entre el 2017 y el 2018, empezamos a ver efectos en el comportamiento de los usuarios segundos posteriores a la administración: episodios de psicosis, alucinaciones. Nos parecía extraño, porque no se daba con el alquitrán. Eso fue solo en el principio, después es como si se hubiera dado alguna adaptación”, apunta Lilia Pacheco, coordinadora general de proyectos en Prevencasa. “Lo otro que vemos preocupante son las sobredosis”, apunta. La organización suele atender a diario dos o tres sobredosis. José Andrés Sumano pone cifra: han crecido entre un 200% y 400% en los últimos años.
Karen ya no lleva la cuenta de cuántas ha tenido desde que en 2020 empezó directamente a consumir fentanilo. ¿Son 12? ¿Son 15? Era estudiante de Psicopedagogía en Guadalajara (Jalisco) cuando probó la droga con un exnovio. “Fue cuando tomé el fentanilo por primera vez que me morí. Fueron como cinco gotitas por la nariz, que son las que no resistí, y luego ya me revivieron. Tenía 24 años”, dice.
Después de esa vez le siguieron muchas, se acuerda de pocas pero sí de la primera inyección cargada: “Me puse morada. Pensaron que estaba muerta, me echaron agua, y de repente empecé como un pececito a tratar de respirar. Lo del brazo fue por la inyección, que me pusieron agua con sal y se infectó”, señala en referencia a una gran cicatriz en su brazo derecho. Dejó la carrera a falta de un semestre y ahora ofrece servicios sexuales para pagar el consumo. Lo que más anhela, dice, es dejar la droga y salir de este agujero: “Es horrible esto. Ya no tienes control. Ya la droga te controla todo, te arrodilla, pierdes tu vida, pierdes todo tu ser, ya no eres tú”.
“¿Fentanilo? ¿Esa madre qué es?”
El consumo ha explotado muy rápido en México. En 2017, en el estudio Cuqueando la chiva, realizado con más de 600 consumidores de heroína en Baja California, Sonora y Chihuahua solo seis de ellos habían tomado fentanilo, el resto ni siquiera lo conocía. Hoy son mayoría los que lo consumen. “En apenas cuatro años y medio, pasamos de identificar que la gente no sabía qué era el fentanilo, pero que estaban siendo expuestos, a ahora que lo buscan. Lo buscan porque es lo que hay, es lo que se oferta en las calles”, explica Clara Fleiz, investigadora del Instituto Nacional de Psiquiatría y una de las primeras autoras en México en estudiar la presencia y evolución del fentanilo.
Óscar se peina el cabello para la entrevista. Melissa se pinta las uñas de color azul eléctrico. Son jóvenes, 27 y 24 años, pero llevan ya una década consumiendo. Como en una escalera fueron subiendo: marihuana, cocaína, cristal, heroína y fentanilo. “Hace como un año llegué a la conecta y quise comprar chiva [heroína] y ya no había, ya no vendían. ‘Namás me queda pura china white, puro fentanilo, me dijeron’. ¿Esa madre qué es eh? ‘Esa madre es igual solo que más fuerte, si te metías una cura de la negra, métete nomás la mitad’. Y como todos me empecé doblando. Es demasiado fuerte. Te doblas. Si es tu primera vez te doblas”, relata Óscar, después de la dosis en el cuello que le ha colocado su novia, que añade: “Tu cuerpo no lo aguanta”.
El origen de su historia es el mismo. Ambos se fueron de su casa siendo menores de edad, él por las palizas de su madre, ella tras un embarazo adolescente. Una vez en las calles, se los tragó Tijuana. Óscar ha visitado varias veces centros de rehabilitación pero no ha funcionado, Melissa ha oído tantas historias de terror que no ha querido internarse. La suerte quiso que se encontraran en una esquina del centro de Tijuana hace año y medio, y desde entonces no se han separado. Viven de reciclar la basura y limpiar vidrios, con eso les da para las dosis; a veces, pocas, para un cuarto. Melissa se crió en San Diego, donde siguen viviendo su madre y su hermana pequeña, dice que todavía piensa mucho en ellas, pero que no se atreve a llamarlas, que tampoco recuerda ya su teléfono. “Me apena mucho, soy buena morra pero soy la oveja negra, me da vergüenza. Ahorita ahorita no saben que estoy bien, porque no he hablado con ellas, pero shit saben que estoy fuerte. Pero se preocupan mucho”, cuenta mientras moja una galleta de chocolate en el café, en un sofá de Prevencasa.
Hoy es el Día de las Madres en México. Nada parece cambiar en el centro de reducción de daños. El personal atiende sin parar, amabilísimo, a todos los que llegan: migrantes, consumidores, enfermos de tuberculosis. Durante la mañana, un hombre entra a pedir si puede utilizar su teléfono. Pelado y con acento truncado, el hombre marca: “Feliz día, mamá”. Después de colgar, recoge sus jeringuillas y se marcha. La encargada de la ventanilla del centro apuntan su nombre junto a todos los que vienen a diario, unos 120 cada día. “Hay que pensar que el 90% de los que vienen aquí ya consumen fentanilo”, señala Lilia Pacheco.
Una crisis de salud pública a la vuelta de la esquina
Las cifras desagregadas de las organizaciones y de los investigadores son las únicas que sirven para acercarse a la realidad que está dejando el fentanilo en México. No hay cifras oficiales. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador decidió cancelar la Encuesta Nacional de Adicciones (Encodat), que se realizaba cada cinco años aproximadamente desde 1998, por su alto costo. La última disponible es de 2016, cuando las huellas de fentanilo eran mínimas. La falta de datos dificulta la toma de medidas.
El fentanilo se ha convertido en el último problema diplomático entre Estados Unidos y México, una patata caliente de la que ningún Gobierno quiere hacerse cargo. López Obrador insiste en que es un “problema importado” y que en el país no hay laboratorios. Además propuso prohibir el uso médico del fentanilo en los hospitales, una reacción muy criticada por los médicos puesto que es esencial para operaciones muy dolorosas. En España, por ejemplo, se utiliza de forma muy controlada para pacientes con cáncer que tienen fuertes picos de dolor. “No ayuda en nada la estrategia del Gobierno federal de negar el problema”, critica José Andrés Sumano. El investigador es tajante: “Cualquier consumidor hoy en EE UU o en México de drogas como heroína o metanfetamina, debería asumir hoy que su droga está adulterada con fentanilo”.
Aunque el consumo sigue limitado a ciertos lugares, principalmente en la frontera norte, y que no se alcanzan los niveles de Estados Unidos, a los expertos les preocupa que en el futuro sea mezclado con el cristal, una droga mucho más popular. Con el inconveniente añadido de que en México el principal medicamento para frenar las sobredosis, la naloxona, no se vende en farmacias y debe ser importado. Sumano concluye: “No hay una estrategia del Gobierno mexicano y está la puerta de la esquina la crisis de salud”.
Las manos llenas de heridas que ahora preparan una pipa de fentanilo permitieron a Uriel vivir del deporte. Profesional del jai alai, la modalidad de pelota vasca que se juega con cesta, este hombre, ahora de 52, fue a Miami a competir en la liga profesional. También armaba las cestas y estudiaba mecánica. “Yo no tomaba, no fumaba, tenía vida de deportista”, cuenta sonriente. Fue a su regreso a Tijuana hace 15 años cuando empezó a consumir. Ha salido de la adicción varias veces, la última hace tres años: “Regresé por soledad. Uno se ve limpio, pero sin amigos, ni trabajo”. Volvió y entró directo al fentanilo: “Pedía heroína, pero venía con fentanilo, me di cuenta porque cuando la usé por primera vez me doblé. Ahora la heroína ya no me hace nada. Yo tengo todavía un poquito de miedo a la muerte, entonces no quiero que me dé una sobredosis: solo tomo tres veces: desayuno, comida y cena, y hasta el siguiente día”.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país