Las encuestas recientes, en toda Latinoamérica, lo confirman: las personas tendemos a valorar de forma más positiva, y con mayor optimismo, nuestra situación personal y entorno más cercanos (lo que se conoce como nuestro “primer metro cuadrado”) que el escenario nacional y global. ¿A qué se debe esta disonancia cognitiva? ¿Por qué creemos que individualmente estamos y estaremos mejor que a nivel colectivo y como país? ¿Cómo se explica que haya un optimismo individual y un pesimismo social? Estas podrían ser algunas de las claves que lo explican.
1. El sesgo de optimismo. Una primera explicación desde la neurociencia podemos encontrarla en el propio “sesgo del optimismo”. Tali Sharot lo define como “la tendencia a sobreestimar la probabilidad de experimentar situaciones positivas y subestimar las posibilidades de experimentar situaciones negativas”. Somos optimistas por naturaleza, pero solo cuando se trata de nosotros mismos. El optimismo, entonces, es personal, no colectivo ni social. Además, el sesgo nos serena emocionalmente ya que nos tranquiliza y nos compensa por el esfuerzo diario de sobreponernos a las adversidades y luchar por nuestro destino personal y familiar.
2. La valoración tiene que ver con las expectativas políticas. Las expectativas sobre la situación individual permanecen relativamente estables a lo largo de los años, tal como muestran Max Roser y Mohamed Nagdy con una serie longitudinal del Eurobarómetro, por ejemplo. Pero, en cambio, la opinión y la perspectiva sobre la situación nacional suelen estar más influenciadas por la identificación con el partido gobernante y, sobre todo, por la información que existe sobre la situación del país en cuestión. Así, la incertidumbre actual y la recesión que vaticinan todos los informes económicos —incluido el de la CEPAL, que habla de “desaceleración”— podrían explicar el ensanchamiento de la brecha que ponen de manifiesto las últimas encuestas en Latinoamérica.
3. El catastrofismo hegemoniza la agenda pública y la publicada. Los medios de comunicación, en su papel de creadores de sentido, alimentan también este pesimismo con su tendencia al catastrofismo. La sobreexposición a las malas noticias—que puede devenir en doomscrolling, esto es el consumo patológico de información negativa— acaba generando un juicio negativo que, en ocasiones, puede ser exagerado. Ante ello, cada vez es más frecuente leer otros análisis que muestran, con datos empíricos que el mundo no está tan mal sino incluso mucho mejor, como el libro Factfulness (2018) de Hans Rosling.
4. El sistema está roto y la confianza en el futuro está seriamente cuestionada. La percepción generalizada de que el sistema está roto, como concluye un reciente estudio de Ipsos (En promedio, el 56% está de acuerdo en que la sociedad de su país está rota y el 57% está de acuerdo en que su país está en declive), es otra de las razones que ayudan a explicar la caída de las expectativas en relación con el papel de las instituciones, que genera cada vez mayor recelo y desconfianza. Así, la crisis de la democracia es un problema de confianza y también de expectativas. La confianza, como destaca un informe del BID reciente, es clave para la cohesión y el crecimiento y, a pesar de su relevancia, es uno de los problemas que menos se está abordando. “La desconfianza reduce el crecimiento y la innovación: la inversión, la iniciativa empresarial y el empleo florecen cuando las empresas y el gobierno, los trabajadores y los empleadores, los bancos y prestatarios, así como los consumidores y productores confían unos en otros”.
5. El yo como refugio frente a la incertidumbre. A estas razones, hay que sumar la individualización de la sociedad (nueve de cada diez latinoamericanos manifiesta desconfiar del prójimo). Crece en toda la región la convicción de que, frente a los límites cohesionadores y garantistas de progreso y estabilidad que debe asegurar el Estado, la mejor opción personal para transitar hacia el futuro es el individualismo presentista.
¿Hay alternativa?
La política democrática tiene por delante un difícil reto. Recuperar esa empatía y la confianza en lo común, mejorar la perspectiva de futuro y combatir una negatividad que, para algunos sectores, resulta más rentable electoralmente es un objetivo central. La tentación de los atajos populista y autoritarios encuentra un caldo de cultivo peligroso. Más allá de cuestiones identitarias o ideológicas, poner el foco en el nosotros como motor de progreso y superación, como estímulo y camino para reconectar con ciertos valores, que se mantienen fuertes en el plano personal, debería ser el centro de cualquier hoja de ruta.
Jeremy Rifkin en su último libro La era de la resiliencia habla también de la transición a un nuevo tiempo, donde tienen cabida la empatía y la esperanza. El motivo por el que considera que hay esperanza es que “en todos los desastres climáticos la gente acude al rescate de otras personas. En cierto grado, el cambio climático nos está acercando por la empatía”, señala.
El optimismo moviliza. El pesimismo, también. Y las nuevas generaciones pueden hacer decantar la balanza. Reconocernos unos a otros en causas transversales que requieren energía y convicciones y compartir espacios reales de acción y motivación puede ser un primer paso para avanzar hacia un horizonte colectivo. Un itinerario donde la primera persona del plural sea la mejor declinación política y vuelva a tener sentido para la mayoría, generar orgullo y seguridad compartida, y sentimiento de pertenencia. La tarea política democrática más transcendental sigue siendo la construcción, la ampliación, y el progreso colectivo del nosotros.
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