Me cuesta recordar en qué año se produjo nuestro primer encuentro. Quizás fue el 2005. Incluso dudo si fue en las costas occidentales u orientales del continente africano. En aquellos años, sentarnos frente al océano para ver salir el sol o posarse al atardecer era sinónimo de estar en Maputo o en Luanda. La única certeza es que ambos, con un intervalo de más de una década, aterrizamos por primera vez cara al Atlántico. Nuestra escuela fue Angola. La tuya y la de Teru, tu compañera de vida, fue más dura, pues vivisteis la guerra en su máxima expresión.
En muy poco tiempo, las conexiones entre las dos costas fueron creciendo como dendritas neuronales hasta crear una maraña de vivencias que hoy día se antojan confusas en el tiempo-espacio, pero vívidas en sensaciones y sentimientos. Casi 20 años después, poco me importa la rigurosidad de los recuerdos, pues el tiempo ha destilado la esencia de lo vivido y todo se reduce a la fortuna de haberte conocido, aprendido y compartido años de aventuras y tribulaciones en las que tú siempre nos llevabas años de ventaja.
Algunas de las cuestiones que rondan en mi cabeza en estos días ya las compartí contigo. Otras han quedado en el tintero. No creo que la muerte llegue en buena hora para nadie, pese a que, como dijiste en nuestras últimas charlas, a ti te encontraría en paz, pues tu existencia era de esas que mucha gente lee en biografías o ve en películas que homenajean trayectorias vitales extraordinarias. Nos dejaste el 4 de mayo. No daba con el estado mental para escribirte. Ahora que viajo a más de 300 km/hora regresando de tu funeral, cruzando eternos viñedos y campos de almendros, he logrado hilar las cuentas de este collar que ha sido nuestra amistad. El movimiento siempre fue nuestra constante.
África nos abrazó en nuestro primer encuentro y nos arrumó de nuevo en nuestra despedida. Tu amor y fascinación por el continente eran más que evidentes. Pienso que, en realidad, te fuiste africanizando con la edad. Lograbas entender los códigos, las claves, las frases y los silencios. Lo viví por primera vez durante nuestra visita a un pequeño hospital, en Luanda, hace casi 20 años, cuando encontramos a la Dra. Ana, una angoleña luminosa, la única doctora en una región de más de un millón de personas. Ella se dirigió a ti para desahogarse, drenar algo del estrés que le provocaba la angustia de carecer de medios y personal para poder atender a toda la gente que desearía. Recuerdo perfectamente como se abrió ante tus preguntas, las muestras de apoyo, la conexión que venía por haber compartido una realidad común. Tú ya habías ejercido como médico en Mozambique. Conocías desde dentro las penurias de sistemas de salud raquíticos y disfuncionales. La Dra. Ana encontró un “irmão” con el que desahogarse. La verdad estaba en tu mirada.
No descubro nada si digo que eras de esa generación de “trabajadores de la cooperación” que está en extinción. Hombres y mujeres que se hicieron a sí mismos, abriendo camino, sujetando fuerte las riendas de la vida, sin pautas preestablecidas, sin cursos milagrosos que prometen convertirte en cooperante o darte la receta de cómo trabajar en países del sur. Existía esa humildad y compromiso de querer conocer la realidad de primera mano y de contribuir a cambiarla, desde la práctica médica y, sobre todo, desde la gestión sanitaria. A diferencia de muchas otras personas, desde el primer momento supiste que lo público, lo colectivo, tenía que ser la respuesta, incluso en aquellas latitudes en las que pensar en un sistema de salud no era más que una utopía. Construir desde abajo y llevar ese conocimiento a las grandes esferas, dónde se toman las decisiones. Estirar hasta el límite la cobertura para que la salud sea un derecho y una persona más, aunque sea solo una más, pueda gozarlo como nos merecemos.
Desde el primer momento supiste que lo público, lo colectivo, tenía que ser la respuesta, incluso en aquellas latitudes en las que pensar en un sistema de salud no era más que una utopía.
Supongo que de esa africanidad de la que siempre hablábamos, de esa conexión con la tierra roja, de tu visión adelantadísima a la época y de una valentía mezclada con algo de indispensable insolencia, surgieron ideas, allá a mediados de los 90, como la de canalizar parte del dinero de los proyectos de cooperación hacia los presupuestos públicos de pequeñas comunidades africanas. Me contaste que poca gente entendió esa propuesta, que al principio muchas personas creían que los responsables locales de salud se robarían todo ese dinero y otras predicciones catastrofistas. Hoy en día, la ayuda presupuestaria es una metodología utilizada a nivel mundial, desde los niveles administrativos más bajos a esferas nacionales.
Te ganaste el respeto de los trabajadores de salud compartiendo la práctica diaria, de los gestores y los políticos, demostrándoles que entendías sus penurias para poner combustible a una ambulancia o reparar la nevera que mantenía la efectividad de las vacunas. La lista es infinita. Creabas formas de trabajo alternativas, diferentes, visionarias. No exagero si digo que decenas de organizaciones han evolucionado gracias a tu ingenio y, sobre todo, al desapego por capitalizar tu conocimiento. Supongo que tendrías tu ego, pero en 20 años no puedo más que recordar ejercicios de generosidad, de compartir conocimientos y ayudarnos a todos a orientar nuestros caminos.
No te conformaste con ser experto en el terreno ni te acomodaste en un solo país. Echaste toda esa experiencia a tu maleta, y con tu inseparable familia, invertisteis los ahorros en estudiar en una de las universidades de salud pública más prestigiosas del planeta, la London School. Recuerdo cómo se te iluminaban los ojos al hablar de esa época. Ahí alimentaste tu potencial analítico, estratégico, tu capacidad para diseccionar datos y analizar contextos. Y también uno de tus mayores placeres y virtudes: pasar horas y horas frente al ordenador, buceando entre informes, datos y tablas, queriendo saber más y más, leyendo sobre el contexto de los países, sus diarios y otras rarezas. Te movías como pez en el agua en un desierto de Oriente Medio y en la telaraña de la web hasta dar con la información que buscabas. Te adaptabas como un camaleón, estaba en tu ADN.
Creabas formas de trabajo alternativas, diferentes, visionarias. No exagero si digo que decenas de organizaciones han evolucionado gracias a tu ingenio
Pero no todo era trabajo. No te perdías ni una fiesta, ni una comida, ni una cerveza al acabar la jornada. Te recuerdo en la cocina, en los fogones, preparando delicias árabes mientras urdíamos planes de proyectos futuros. No dejabas a nadie atrás: lo tuyo era nuestro y así te construías a ti mismo. Fuimos grupo, tribu, esa subcultura de resistencia que aprendimos a cuidar en diversas geografías. “Yo soy porque nosotros somos”, el Ubuntu, la filosofía africana de zulús y xhosas.
En África aprendí a creer en los ancestros sin creer en lo espiritual. Son aquellos que te acompañan siempre en las decisiones importantes, en las risas y en los llantos, en los nacimientos y en las pérdidas. Ayer, en aquella pequeña parroquia de Madrid, estuviste presente, con esa sonrisa socarrona que no te abandonaba jamás. Decía Barthes, “¿no se puede definir la amistad como un espacio de sonoridad total?”. Yo considero que sí, pues ahora resuenas por todos lados y eso ayuda a aplacar la tristeza. Creo que no nos dejarías quejarnos ni lloriquear. Seguro que dirías una genialidad de las tuyas, directa e indiscutible, como “a la muerte hay que llegar vivo”. Y sí, maestro, tú llegaste muy vivo.
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